sábado, 31 de diciembre de 2011

Minwatsu y Zulema (borrador)

Vivía sola, en lo alto de las montañas, rodeada por la fascinante naturaleza. Habitaba una pequeña casita de madera de cubierta a dos aguas con las habitaciones justas; una cocina, un baño, un saloncito y un dormitorio. No necesitaba nada más, ya que nunca recibía visitas.

Su casa se situaba sobre un pequeño monte, envuelto por cientos de árboles, que se encontraba al lado de otra montaña aún más grande que acababa en un gran precipicio donde los lobos de acercaban para aullar a la luna llena en las noches en las que la había. Cerca de la vivienda había un caminito de arena que descendía hacia un pequeño y claro lago donde se reflejaba el cielo y los luceros de éste en las noches despejadas. Antes de llegar a dicho lago, el camino se diversificaba y, girando a la izquierda, se llegaba hasta el pueblo.

El pueblo, localizado en una pequeña esplanada al sudeste de la casa de las montañas, no tenía muchos habitantes, conque todos se conocían y no tenían más remedio que llevarse bien si no querían estar excluidos de la pequeña población. No había secretos entre ellos, todo el mundo estaba al tanto de lo que le ocurría al vecino de al lado o a la vecina de la última esquina del municipio. El pueblo y la casita de la montaña se comunicaban, además de por el arenoso camino, por los cables de tensión eléctrica instalados hace ya mucho tiempo y porque, quisieran o no los pueblerinos, la casa pertenecía al mismo pueblo que ellos.

La aldea en sí era bonita, no tanto como para ser visitada por algún turista, pero era bonita. Sin embargo, la casa de lo alto de las montañas, esa casita del bosque, era más enigmática, más atrayente, más tranquila.

Se respiraba un fresco, puro y agradable aire. Un viento que parecía susurrarle al oído cuando ésta dormía. Una brisa que se manifestaba cuando menos lo esperaba y la abrazaba con descaro y, a la vez, cierta dulzura. Era un maravilloso lugar donde los pájaros cantaban vivas melodías y se inspiraba felicidad sin la necesidad de tener vecinos alrededor.

[¿...?].

Zulema se despertaba con el sol naciente y, en ese momento, comenzaban a abrírsele los ojos. Dormía en una cómoda cama de hierro y tapada con suaves sábanas color salmón. Sus paredes eran blancas y el suelo era de azulejos grises con lunares desiguales negros, blancos y color hueso. Había una mesita y un armario, ambos de madera, donde guardaba todas sus prendas de vestir, sus zapatos y sus escasas joyas heredadas de su madre que a su vez las heredó de la suya y así sucesivamente hasta quién sabe dónde. No era precisamente un grandioso y esbelto aposento digno de un rey, pero a ella le bastaba.

Se sentó en el borde diestro de la cama, se desperezó suavemente y miró por la ventana que había a su espalda. A través de ésta de veía, allá a lo lejos, detrás del bosque, el sol nacer desde el oriente. Había otra ventana, pero ésta daba al sur y las vistas no eran tan bonitas; sólo se veían árboles, árboles, árboles, el pueblo y, en la lejanía, más árboles.

Se dignó levantarse. Fue directa al baño, que se encontraba contiguo a su dormitorio, para lavarse la cara. Éste no ocupaba tampoco mucho espacio, sino que era apenas insignificante y se componía sólo de los elementos de un baño normal y corriente. Tenía un lavabo, un retrete, una bañera, un pequeño armario y un atractivo espejo rectangular colocado de forma vertical y rodeado por un sencillo marco de madera coloreado con diversas flores de diferentes formas y tonalidades. Las paredes eran completamente blancas y el suelo de un color azul cielo. La única ventana que había daba al norte, donde podía verse la altísima montaña del abismo, aquella en la que los lobos se asomaban en las noches en las que su satélite nocturno decidía completarse.

Tras refrescarse bien, fue directa a la cocina para desayunar. Ésta se encontraba justo enfrente del baño y, al igual que el resto de la casa, no era tampoco ni grande ni espectacular. Había una mesa cuadrada en el centro con cuatro sillas a juego, una a cada lado, y un jarrón lleno de rosas silvestres en el centro de dicha mesa que daban un toque campestre al hogar. Había también una neverita con la capacidad justa para una persona, una pila, un armario de madera, un horno y, sobre éste, un anafre de gas que nunca quitaba del sitio a pesar de ser portátil, ya que no lo necesitaba. La ventana que había compartía las mismas vistas que la del baño, al igual que el color de las paredes, que eran del mismo tinte inmaculado. El suelo, sin embargo, compartía la misma tonalidad que el del salón.

Sacó un cartón de leche de la nevera, la volcó en un vaso de cristal que había en el armario y se la bebió. No tuvo necesidad ni de sentarse puesto que no iba a tardar nada en desayunar. Echó el vaso a la pila para fregarlo más tarde junto con los cubiertos y platos de la anterior cena. Decidió ir a pasear, aprovechando la luz del día, por el bosque y, después, daría una vuelta por el pueblo.

Desde fuera, la casa se veía más pequeña de lo que en realidad era; aunque, visto de otro modo, la casa no era grande, por tanto, y seguramente, se veía como verdaderamente debía verse. Toda ella estaba construida de madera y mano por los ascendentes de Zulema. Se advertía el intento de perfecta simetría por parte de los constructores con unas líneas ligeramente curvadas en las esquinas, paredes y ventanas. No era espléndida, pero ¿qué importaba, si era perfectamente habitable?

La luz matutina estaba cada vez más despierta, los pájaros entonaban la bonita melodía mañanera y Zulema, ya fuera de la casa, respiraba el aire puro que la rodeaba.

Su largo y liso cabello dorado brillaba al sol casi tanto como el mismísimo metal precioso de color amarillo. Y sus ojos eran tan claros y azules como el cielo en un bonito y despejado día, un día como el que estaba amaneciendo en ese momento.
 

Esto es sólo la introducción. La historia está toda en mi cabeza, pero no sé si la escribiré algún día.
 
¿Por qué está tan sola la luna?
 
Cuenta la leyenda que tuvo un amante con quien compartía hermosas noches. Se llamaba Quecuatsu y vivían en el mundo de los espíritus. Cada noche recorrían el cielo los dos juntos. Pero uno de los espíritus tuvo celos y quería a la luna para él sólo. Así que dijo a Quecuatsu que la luna había pedido flores; le dijo que bajara a nuestro mundo a cogerle rosas silvestres. Quecuatsu, para complacerla, lo hizo encantado; pero no sabía que al abandonar el mundo de los espíritus ya no podía volver. Desde entonces, cada noche mira hacia el cielo y ve allí la luna y aúlla su nombre, porque sabe que no podrá volver a tocarla nunca más.

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