Vivía sola, en lo alto de las montañas, rodeada por la
fascinante naturaleza. Habitaba una pequeña casita de madera de cubierta
a dos aguas con las habitaciones justas; una cocina, un baño, un
saloncito y un dormitorio. No necesitaba nada más, ya que nunca recibía
visitas.
Su casa se
situaba sobre un pequeño monte, envuelto por cientos de árboles, que se
encontraba al lado de otra montaña aún más grande que acababa en un gran
precipicio donde los lobos de acercaban para aullar a la luna llena en
las noches en las que la había. Cerca de la vivienda había un caminito
de arena que descendía hacia un pequeño y claro lago donde se reflejaba
el cielo y los luceros de éste en las noches despejadas. Antes de llegar
a dicho lago, el camino se diversificaba y, girando a la izquierda, se
llegaba hasta el pueblo.
El
pueblo, localizado en una pequeña esplanada al sudeste de la casa de
las montañas, no tenía muchos habitantes, conque todos se conocían y no
tenían más remedio que llevarse bien si no querían estar excluidos de la
pequeña población. No había secretos entre ellos, todo el mundo estaba
al tanto de lo que le ocurría al vecino de al lado o a la vecina de la
última esquina del municipio. El pueblo y la casita de la montaña se
comunicaban, además de por el arenoso camino, por los cables de tensión
eléctrica instalados hace ya mucho tiempo y porque, quisieran o no los
pueblerinos, la casa pertenecía al mismo pueblo que ellos.
La
aldea en sí era bonita, no tanto como para ser visitada por algún
turista, pero era bonita. Sin embargo, la casa de lo alto de las
montañas, esa casita del bosque, era más enigmática, más atrayente, más
tranquila.
Se respiraba
un fresco, puro y agradable aire. Un viento que parecía susurrarle al
oído cuando ésta dormía. Una brisa que se manifestaba cuando menos lo
esperaba y la abrazaba con descaro y, a la vez, cierta dulzura. Era un
maravilloso lugar donde los pájaros cantaban vivas melodías y se
inspiraba felicidad sin la necesidad de tener vecinos alrededor.
[¿...?].
Zulema
se despertaba con el sol naciente y, en ese momento, comenzaban a
abrírsele los ojos. Dormía en una cómoda cama de hierro y tapada con
suaves sábanas color salmón. Sus paredes eran blancas y el suelo era de
azulejos grises con lunares desiguales negros, blancos y color hueso.
Había una mesita y un armario, ambos de madera, donde guardaba todas sus
prendas de vestir, sus zapatos y sus escasas joyas heredadas de su
madre que a su vez las heredó de la suya y así sucesivamente hasta quién
sabe dónde. No era precisamente un grandioso y esbelto aposento digno
de un rey, pero a ella le bastaba.
Se
sentó en el borde diestro de la cama, se desperezó suavemente y miró
por la ventana que había a su espalda. A través de ésta de veía, allá a
lo lejos, detrás del bosque, el sol nacer desde el oriente. Había otra
ventana, pero ésta daba al sur y las vistas no eran tan bonitas; sólo se
veían árboles, árboles, árboles, el pueblo y, en la lejanía, más
árboles.
Se dignó
levantarse. Fue directa al baño, que se encontraba contiguo a su
dormitorio, para lavarse la cara. Éste no ocupaba tampoco mucho espacio,
sino que era apenas insignificante y se componía sólo de los elementos
de un baño normal y corriente. Tenía un lavabo, un retrete, una bañera,
un pequeño armario y un atractivo espejo rectangular colocado de forma
vertical y rodeado por un sencillo marco de madera coloreado con
diversas flores de diferentes formas y tonalidades. Las paredes eran
completamente blancas y el suelo de un color azul cielo. La única
ventana que había daba al norte, donde podía verse la altísima montaña
del abismo, aquella en la que los lobos se asomaban en las noches en las
que su satélite nocturno decidía completarse.
Tras
refrescarse bien, fue directa a la cocina para desayunar. Ésta se
encontraba justo enfrente del baño y, al igual que el resto de la casa,
no era tampoco ni grande ni espectacular. Había una mesa cuadrada en el
centro con cuatro sillas a juego, una a cada lado, y un jarrón lleno de
rosas silvestres en el centro de dicha mesa que daban un toque campestre
al hogar. Había también una neverita con la capacidad justa para una
persona, una pila, un armario de madera, un horno y, sobre éste, un
anafre de gas que nunca quitaba del sitio a pesar de ser portátil, ya
que no lo necesitaba. La ventana que había compartía las mismas vistas
que la del baño, al igual que el color de las paredes, que eran del
mismo tinte inmaculado. El suelo, sin embargo, compartía la misma
tonalidad que el del salón.
Sacó
un cartón de leche de la nevera, la volcó en un vaso de cristal que
había en el armario y se la bebió. No tuvo necesidad ni de sentarse
puesto que no iba a tardar nada en desayunar. Echó el vaso a la pila
para fregarlo más tarde junto con los cubiertos y platos de la anterior
cena. Decidió ir a pasear, aprovechando la luz del día, por el bosque y,
después, daría una vuelta por el pueblo.
Desde
fuera, la casa se veía más pequeña de lo que en realidad era; aunque,
visto de otro modo, la casa no era grande, por tanto, y seguramente, se
veía como verdaderamente debía verse. Toda ella estaba construida de
madera y mano por los ascendentes de Zulema. Se advertía el intento de
perfecta simetría por parte de los constructores con unas líneas
ligeramente curvadas en las esquinas, paredes y ventanas. No era
espléndida, pero ¿qué importaba, si era perfectamente habitable?
La
luz matutina estaba cada vez más despierta, los pájaros entonaban la
bonita melodía mañanera y Zulema, ya fuera de la casa, respiraba el aire
puro que la rodeaba.
Su
largo y liso cabello dorado brillaba al sol casi tanto como el mismísimo
metal precioso de color amarillo. Y sus ojos eran tan claros y azules
como el cielo en un bonito y despejado día, un día como el que estaba
amaneciendo en ese momento.
Esto es sólo la introducción. La historia está toda en mi cabeza, pero no sé si la escribiré algún día.
¿Por qué está tan sola la luna?
Cuenta la leyenda que tuvo un amante con quien compartía hermosas noches. Se llamaba Quecuatsu y vivían en el mundo de los espíritus. Cada noche recorrían el cielo los dos juntos. Pero uno de los espíritus tuvo celos y quería a la luna para él sólo. Así que dijo a Quecuatsu que la luna había pedido flores; le dijo que bajara a nuestro mundo a cogerle rosas silvestres. Quecuatsu, para complacerla, lo hizo encantado; pero no sabía que al abandonar el mundo de los espíritus ya no podía volver. Desde entonces, cada noche mira hacia el cielo y ve allí la luna y aúlla su nombre, porque sabe que no podrá volver a tocarla nunca más.
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