Deslumbrante
cual nítida alhaja de oro, se encontraba rodeado de fijas y alegres miradas que
sonreían con sinceridad y desprendían verdadera confianza. Apreciaba lo
bien que lo trataban, la dulzura con la que le dirigían la palabra. Se daba
cuenta de cómo lo querían y él las quería a ellas por ello.
Lo
encandilaban con historias de finales felices en las que el protagonista solía
ser él; lo hechizaban con armoniosas melodías que lo adormecían plácidamente;
lo persuadían con exóticas y sensuales danzas; le susurraban tímidas palabras
de amor al oído y él se ruborizaba con entusiasmo.
Era como un
dios para ellas, y eso le gustaba.
Lo cuidaban
y le prestaban toda la atención que necesitaba; le hacían toda clase de
favores, cualquer cosa por él, porque se lo había ganado. Le otorgaban
calidez...
En su mundo
de felicidad era el más afortunado de todos. Sólo había
un pequeño defecto casi sin importancia para él en aquella tierra que habitaba,
en aquel lugar en el que regía dignamente como exclusivo y ostentoso soberano,
en aquel utópico universo de fantasía... y ése, precisamente, era el defecto.
El pobre no
veía bien con sus ojos castaños, pues éstos lo engañaban constantemente. No era
capaz de mirar más allá, se detenía únicamente en lo que agradaba a su vista y
oído, en lo que, aparentemente, lo hacía feliz. No lograba, sin saberlo,
enterarse de lo que realmente ocurría a su alrededor, no alcanzaba a percatarse
del embuste. Ojos que no
ven, corazón que no siente. Y sin embargo, él vería y, por tanto, sentiría.
La verdad
siempre acababa por asomarse ante todos, por salir a la luz; y la verdad no
siempre era agradable de conocer.
Se lo
merecía. Había
cambiado. Poco a poco lo habían hecho cambiar. De estar
humildemente apartado había pasado a ser el centro de atención. De sellar sus
labios por respeto y educación había pasado a gritar a los cuatro vientos todo
tipo de sandeces para perseverar su lamentable orgullo y aumentar su deplorable
ego. Ahora no era
más que un monstruo feo, indecoroso y desagradable. Un abyecto ser que había
destruido su frágil esencia y había apagado el sonido de sus latidos. Era feliz en
aquella maldad, circunvalando por aquel orbe esperpéntico...
Deslumbrante
cual nítida alhaja de oro, se encontraba, patética, horrible, triste y
deprimentemente, rodeado de calumnias y patrañas que, por ser él mismo así de
infundioso, denigrante e hipócrita, meritaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario