Golpeaba el viento su rostro y ondeaba sus asedados cabellos haciendo que revolotearan hacia todas direcciones. Acometía el aire contra su cuerpo en su constante balanceo, un suave movimiento hacia adelante y hacia atrás. Pasaban sin detenerse las horas y todo seguía igual, en la misma calma, en la misma paz. El frío la despejaba y la hacía sentirse viva. ¡Viva! Qué recuerdos...
La calidez de su piel, el rubor que ascendía por sus mejillas en el momento en el que se cruzaban sus miradas, el agradable sonido de su risa... Era todo tan perfecto que parecía que no hubiera ocurrido. Carreras bajo la gélida y seductora lluvia, acurrucados en su fiel escondite bajo la sombra en los días de pleno sol, apasionadas y voluptuosas danzas bajo la luna llena escuchando el dulce ritmo de la música... Habían vivido tantas cosas juntos que ahora dudaba de si habían sido reales o no. Secretos y cuchicheos en público esquivando las suspicaces miradas que los observaban, eufóricos y placenteros gritos en sus más ocultas citas, el acaramelado sonido de esa voz que tanto la hacía temblar cuando se dirigía fijamente a ella con aquel irresistible «te quiero»... Tenía incluso la sensación de escucharlo todavía aun cuando se hallaba todo en silencio y él no estaba. Iba todo tan bien que parecía imposible que se fueran a separar.
«Es lo mejor», dijo severamente, mirada fija en el claro tono de sus ojos azulados. Y después la vieron sola, bajo la lluvia, cayéndole las lágrimas y sin saber a dónde ir, qué hacer. Tenía los nervios a flor de piel y tiritaba cual frágil y marchita flor un día de otoño. Se cuestionaba su actitud, ¿había hecho mal? Quizá no fuera lo suficientemente buena. Seguramente sus actos no habían sido merecedores de aquellos días de tan cálida y atenta compañía. Probablemente no fuera una buena mujer.
Ahora él no estaba a su lado para ayudarla, para darle un pequeño empujón en sus momentos de flaqueza, para animarla en sus recaídas, para columpiarla. Había decidido que ya había llegado la hora de distanciarse, que ya no debían prolongar más su camino juntos. Había decretado que necesitaban un cambio de aires, modificar un poco sus ideas, buscar nuevas alternativas. Y ahora se arrepentía.
Él se había portado bien con ella y ella había sido demasiado caprichosa. Lo había abandonado sin más, tan solo por querer sentir algo nuevo y distinto, por curiosidad. Y había obrado de manera nefasta, tanto que hasta se había ganado aquel desamparo que ahora la oprimía. Ya no volvería, por culpa de sus antojos, a sentirse tan viva como lo había hecho antes.
Pereció con su partida.
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