Aquellos cálidos abrazos erizaban todavía su piel. Ya había pasado casi un cuarto de día, pero ella seguía sintiendo el suave tacto de su piel sobre su cuerpo. Había sido una noche corta pero intensa; y ahora, de madrugada, deseaba ansiosa que el gallo mudara y el sol de apagara de nuevo. Esperaba que volviera a anochecer para volverlo a ver, para tenerlo nuevamente en su lecho, entre sus sedosas sábanas, entre sus blancas extremidades.
Ese día se sentía innovadora, con ganas de probar algo nuevo y no el típico pero suculento manjar de todas las noches que él preparaba con tanto detenimiento.
Tras doce horas de sueño se levantó de la cama y fue corriendo a ver qué vestido podía ponerse para la ocasión. Como no encontró nada que le llamara la atención, cogió aquel traje plateado que tanto le había costado conseguir y lo rasgó hasta mostrar cómodamente sus firmes piernas. Adquirió una vertiginosa altura gracias al calzado y se cortó los cabellos de manera desigual para que el viento aireara su espalda y hombros descubiertos.
A las doce volvería a estar con él, pero hasta el momento necesitaba algún divertido pasatiempo que la entretuviera durante alguna que otra hora.
Quería darle una sorpresa, hacía tiempo que no lo hacía, así que decidió comprarle un bonito y caro regalo y, después, hacer ella misma la cena.
Grande, a simple vista suave, blandito, peludo, todo blanco y grasoso. ¡El regalo perfecto!
- ¡Un oso polar! -clamó la inocente muchacha que tan ansiosa buscaba el regalo perfecto para su ya veterano amante.
Todos se la quedaron mirando extrañados, estaba claro que esos ojos perfilados de negro y esos labios rojos escondían algo oscuro y tenebroso. Y quizá juzgaran atropelladamente y tan sólo se tratase de una joven chiquilla que jugaba a ser mayor.
Cuando no hubo nadie más que el oso mirando, encandiló la mascota y se la llevó con el pretexto de darle de comer. Aquella bestia feroz debía tratarse de un terrible y malvado ser de mente perversa, ya que no opuso resistencia ni se negó de forma alguna a acompañar a la muchacha. Era como un verdadero peluche, no se separaba de su dueña.
Ya en su casa todo empezaba a serle extraño al peludo y blanco acompañante. Empezaba a sospechar que el delicioso banquete del que le había hablado la preciosa señorita no iba a ser tan delicioso para él. La cocina olía demasiado bien para no haber nada preparado todavía, salvo los restos de lo que parecía ser un caldo para acompañar la carne aún no cocinada y que, en su paseo por el parque, ella había insistido en que estaba ya casi hecha.
- ¿Me ayudas en la cocina?
Entró temeroso dejando primero su pulcra y bien planchada chaqueta sobre el sofá de la sala de estar. Ella, cuchillo en mano, lo miraba fijamente con la irresistible y tentadora sonrisa con la que lo invitaba a probar la temperatura del jugoso caldo. Tan difícil no caer y a la vez tan fácil levantarse y huir... Pero le era imposible en esos momentos, incluso con las puertas abiertas de par en par y la obvia diferencia de peso y estatura.
Se le acercó la joven decidida y sin perder la trayectoria del filo cortante que sujetaba y se paró en seco delante de él.
Tarde para escapar.
Traspasó el umbral y la vio poniendo la mesa. Estaba todo el salón ambientado de forma romántica y olía de una manera verdaderamente deliciosa. La oscuridad reinaba por doquier y había demasiada comida para dos, menos mal que él era un comensal con gran apetito.
No estaba acostumbrado a que ella cocinara, así que le sorprendió bastante. Le gustó. Y ella quería gustarle. Sospechaba que pronto finalizaría su cuento de fantasía y por ello la joven necesitaba reconquistarlo fuese como fuese. Ambos sabían que tarde o temprano pasaría, que en cualquier momento él se cansaría de ella y buscaría otra con quien comenzar una nueva y efímera historia de amor. Ella necesitaba hacerle cambiar de opinión y causar asombro en su rostro sólo para que viera que era diferente; y por ahora, lo había conseguido.
Esa noche volvieron a estar juntos. Aún no lo había perdido.
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