Era una triste y fría mañana de invierno y hacía relativamente poco que había empezado el año. «Año nuevo: vida nueva», eso decían y eso era lo que pretendía: quería olvidar el pasado, vivir bien el presente y cambiar su futuro, que a ese paso iba a ser tan oscuro como su alma.
No soportaba más aquel recuerdo, intentaba borrarlo con el tiempo; pero ni su mente la dejaba ni las pesadillas cesaban. Cada noche oía sus gritos, notaba el latir de sus corazones; despertaba sudando y temblando; y no se atrevía a decírselo a nadie. Se guardaba para ella ese secreto y sabía que no aguantaría más: sabía que su corazón acabaría por romperse. Ya estaba agrietado, congelado, muerto. Ya ni siquiera tenía lágrimas para llorar.
Odiaba su vida y se odiaba a sí misma, al igual que odiaba ese olor que antes le había parecido tan dulce. Ahora la repugnaba la sangre. Tampoco soportaba el chirriante sonido del frío acero que antes le había hecho deleitarse y sentirse tan bien.
Se había dado cuenta de que no era nadie en ese mundo; estaba sola, la habían dejado sola, ella misma se había dejado sola. Tenía ganas de gritar, correr; ganas de romper algo, destrozar su entorno; ganas de perderse por el bosque y que jamás nadie la encontrara.
Había actuado mal, muy mal, y lo sabía. Había sentido celos de ella. Más alta, más guapa, más rubia, más bronceada, más esbelta y con los ojos más claros y bonitos, según su parecer. Ella, en cambio, se veía fea; a pesar de su negra y brillante melena larga y lisa; a pesar de su blanca y suave piel; a pesar de sus grandes y negros ojos… También había sentido celos de los demás, por cómo se distraían jugando y riendo en cualquier momento. Y había sentido que él se iba distanciando cada vez más y más de ella, aunque en realidad no fuese así.
Se sentía culpable de todo. Era culpable de todo. No había visto que en realidad ellos la querían tal y como era, no había sido capaz de ver que ellos la habrían hecho feliz. No supo ver la realidad... y los despidió del mundo en la última noche del año.
Recordaba perfectamente cómo lo había hecho. Habían quedado en esa cabaña que encontraron hace un tiempo y que decidieron quedarse si no aparecía el dueño. La misma cabaña a la que ahora se dirigía con paso ligero. Habían hablado, habían reído, habían cantado, habían bailado... y ella les había clavado un puñal uno a uno.
Primero a su mejor amiga, en el baño, mientras ésta se daba uno de sus habituales retoques. Después a sus dos amigos de toda la vida, que no pudieron hacer nada por evitarlo ya que ambos quedaron perplejos. Y por último a él... al chico al que amaba... justo en el corazón, en ese corazón que ahora latía con fuerza dentro de su cabeza.
Corrió más y más, pero se paró en seco, no sabía qué hacía. Estaba pálida, temblaba. Su blanco e inmaculado vestido estaba ahora sucio y rasgado. Estaba triste, pero no lloraba. Llevaba horas y horas caminando y se había perdido. No sabía dónde estaba. Cada vez hacía más frío y le costaba respirar.
Cayó al suelo, no podía más. Las bajas temperaturas helaban su cuerpo y entrecortaban su débil aliento.
Era un paisaje verde y blanco en el que no había vida, tan solo un cuerpo tendido en medio de la nada, frío, triste, frágil e inerte. Todo estaba muerto, salvo por un pequeño detalle: en el ojo izquierdo de la joven, si te fijabas bien, se podía observar una pequeña gota que caía: una lágrima cristalina semejante a un diamante.
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