martes, 21 de agosto de 2012

Un mal presagio

Finales de invierno, principios de primavera... la fecha exacta no se vislumbra bien, mas aquella voluminosa mujer deambulaba, sola y costosamente, por las calles.

Sus cabellos rizados eran cortos y color carbón. En su mirada de ojos castaños y en la sonrisa de sus finos labios se veía reflejada la ilusión de aquel que espera lo mejor. Vestía como la esposa de treinta años que era; unos pantalones largos pero finos, para contrarrestar el calor, una camisa blanca... Nada del otro mundo. Sus pequeñas manos probablemente estuvieran posadas sobre la prominencia de su vientre, en un intento de protección y aportación de cariño y dulzura al ser que un viernes trece engendraría; aquel pequeño sujeto que, al igual que el que sería su hermano, no se sabía con exactitud de dónde procedía.

No era una mujer extrovertida, sino más bien reservada y prudente. Y, no obstante, en un insignificante mes había llegado a traicionar, según las palabras que años después él acometería contra ella, perversa y descaradamente a su futuro prometido.

Caminaba tranquilamente por la calle. Sin más compañía que el viento que soplaba a su alrededor. Pensando quién sabe en qué y yendo quién sabe dónde.

De repente, ahí estaba. Una mujer de cabellos largos y oscuros, con ropajes oscuros también y una piel semejante a su propia alma: oscura.

Se acercó la gitana a la mujer gestante para predecir su futuro a cambio de algunas monedas. Pero la mujer encinta no tenía intención alguna de escuchar vaticinios de una extraña, así que decidió cruzar la calle y partir.

Entretanto, marchando de aquellos lóbregos callejones, la pavorosa pitonisa, mirándola fijamente, lanzó un conjuro a la grávida mujer mediante complejos gestos y coléricas palabras.

La mujer llegó a casa temblando, sin estar segura de haber hecho bien o no al negarse a escuchar aquellas predicciones. Culpándose innecesariamente, tal vez, de haber proporcionado, desde aquel instante, un oscuro futuro a la que sería su princesa.

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