sábado, 1 de septiembre de 2012

Destino presuroso (I episodio)

Sola se hallaba, desde hacía un tiempo, en medio de aquel frondoso y oscuro bosque. Su respiración agitada rompía el profundo silencio que la envolvía junto a la tan espesa niebla, culpable de la humedad del ambiente pero no de la de sus ojos.

Estaba cansada de huir, lo había hecho tantas veces que ya no le encontraba el sentido. ¿Para qué, si terminaría alcanzándola tarde o temprano?

Era todo tan horrible y espantoso... No dejaba de temblar y presentía una muy cercana muerte, lenta y dolo


¡No! ¡Así no había quien se concentrase! Era todo tan perfecto, tan bonito, que no podía continuar con su triste relato.

Sola se hallaba, sí, mas en su habitación, no en una selva de no sé dónde rodeada de una gruesa y empapada niebla. Ni siquiera estaba de pie, ¿cómo iba a huir? Yacía su delicado cuerpo en la cama, sin mover un solo músculo; ¿para qué, si no lo necesitaba? ¿Llorar? Una tonta sonrisa era lo que se expresaba en su ruborizado rostro. Nada más.

Se trataba aquél de un espléndido día en el que se encontraba en el centro de su mente pensando en su enamorado. Se pensaban. Se recordaban. Sí, él ahora estaba lejos (o quizá fuera ella la que se ubicaba en la lejanía, ¿quién sabe); mas, estaba claro que, en ese preciso instante, no podían verse físicamente, pero sí sentirse.

Ambos rememoraban la dulce noche en la que sus almas decidieron unificarse y hacerse una sola. La cándida y deleitosa noche, rodeados de agua salada, en la que se declararon físicamente su amor. Reiteraban en sus pensamientos aquellos encendidos besos llenos de sentimientos, aquellas suaves caricias llenas de secretos guardados bajo una clave que sólo ellos conocían.

¿Acaso era posible? Ella aún no lo creía, y él... tampoco.

- ¿Por qué ahora? -se preguntaron- ¿Por qué no antes?

Y mientras cuestionaban el caprichoso destino, se juraban amor eterno...

La luna los observaba paciente y expectante, como si supiera con exactitud qué iba a suceder y no quisiera perder detalle. Y ellos, los encelados, se miraban tiernamente a los ojos diciéndose todo y a la vez nada.

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