Cuando te miraba,
cuando te pensaba
y cuando atisbaba
el que parecía tu reflejo en
el cristal de una vieja ventana.
Cuando me hacías reír,
o tan solo sonreír,
cuando me hacías vivir
esos momentos inolvidables
que pasábamos juntos a solas.
Y cuando me cantabas
e incluso me bailabas
y siempre que aquí
estabas,
no te veía solo a ti, sino
a la octava maravilla del mundo.
Digo octava,
no porque las otras siete fueran mejores
(ni las del mundo antiguo
ni las del moderno),
sino porque,
muy desgraciadamente,
fuiste la última que vi.
No mencionaré tus ojos,
ni esa mirada tuya de
no haber roto nunca un
plato
y que además sea verdad.
No voy a decir nada de tus
brazos,
ni de los fuertes abrazos
que daban,
de esos abrazos que te
cubren tanto
que aún los llevas puestos
horas después.
No voy a pararme a pensar
en tus manos,
ni en esas alegres danzas
que tus dedos
hacían recorriendo todo mi
cuerpo
desnudo todas las noches de
verano.
Sin lugar a dudas
la octava maravilla del
mundo
era cogerte desprevenido,
tirarte a la cama,
arrancarte de una vez la ropa de un
tirón
y follarte como si no hubiera
mañana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario