En episodios anteriores... «Uitarum mercator».
Vestida toda de gris y con el
cabello medio recogido en una trenza cascada, miraba su portátil con una media
sonrisa. Batería baja. Más le valía al conductor del autobús dejar de dar tanta
vuelta y tanto tumbo y llegar ya a su destino si no quería recibir una queja de
una joven angustiada. Necesitaba poner su ordenador a cargar para seguir
tecleando su mensaje, y necesitaba seguir tecleando su mensaje.
Más de la mitad de los asientos
del vehículo estaban libres. Eran de un color oscuro para que a los rebeldes
adolescentes no les entraran ganas de firmarlos con sus motes o con sus
declaraciones de amor eterno de dos semanas. Eran también bastante esponjosos,
sobre todo para tratarse del transporte público; pero ella se sentaba en la
zona donde se encontraba la rueda derecha delantera, que ni era asiento ni era
nada, para dejar las sillas libres para las personas que realmente las
necesitaran. Hacía mucho calor, y entre que las ventanas no se abrían, que el
vestido era demasiado largo y ceñido al cuerpo y que la luz roja del portátil
que indicaba la falta de batería no dejaba de parpadear... la pobre criatura se
estaba agobiando.
Subió entonces un hombre, de unos
setenta años, canoso hasta las cejas, con un sombrero marrón claro y que pagó
con un billete de diez. Carraspeó para aclararse la garganta, como si fuera a
decir algo, no a nadie en concreto, pues el autobús solo estaba plagado de
cualquieras, sino al aire. No dijo nada, como era de esperar, y se sentó en uno
de los asientos habilitados para discapacitados, ancianos, embarazadas y padres
con hijos y se puso a leer. A decir verdad, Marga solo se había fijado en él
porque también iba de gris.
Vio de reojo esa tienda de dulces
que tanto le gustaba visitar cada vez que salía de casa sin ningún destino ni
motivo concretos, o con la tienda como único destino y motivo concretos, y supo que ya se acercaba a su parada. Y
mientras contemplaba con ojos de deseo el cartel rosa y blanco del quiosco (era
más que un simple quiosco, pero en el letrero estaba escrita la palabra), se
apagó por fin el portátil, despidiéndose del mismo modo que con el que
trabajaba: con mucho ruido. Marga se puso en pie, pero no apretó al botón que
había que apretar para que el conductor supiera que tenía que parar; en su
lugar se levantó otra chica del fondo y se le adelantó. Era una muchacha algo
más joven que ella, un poco más baja de estatura y gorda, muy gorda. Llevaba
una mochila a cuestas, por lo que probablemente venía de estudiar; pero iba muy
maquillada, como si llegara de una fiesta o de una cita o de algo similar.
Vestía unos leggins negros que
dibujaban a la perfección la silueta de sus muslos y una camiseta rosa fucsia
ancha que le quedaba muy bien.
Paró por fin el autobús. Bajó
primero la desconocida y Marga la siguió. Bajó también una pareja con un carro,
pero apenas los miró, pues tenía la mirada fija en el enorme trasero de la
joven estudiante de cabellos negros. Se fijó también en que llevaba unas
deportivas rosas que hacían juego con la camiseta, y mientras ella tenía que sufrir
esos dichosos tacones que su madre la había obligado a ponerse solo porque así
estaba «mucho más elegante, ¡¿dónde va a parar?!». Parecía que la estaba
siguiendo, ambas iban en la misma dirección, pero no tardó la chica sin nombre
de ojos marrones en girar a la izquierda y dejar paso a Marga y a sus torpes
zancadas.
Cruzó un par de calles más y
llegó por fin a su destino. Era una lástima que el autobús solo tuviera una
parada en su pueblo y que esta estuviera tan lejos de su casa. Bueno, más que
lástima, daba rabia, muchísima rabia. Sacó las llaves de su bolso rojo (mira,
algo que no era gris) y abrió el portal. Vivía en un cuarto piso y normalmente
subía en ascensor, pero hacía aproximadamente semana y media que había dejado
de funcionar y aún no lo habían arreglado (una verdadera vergüenza teniendo en
cuenta que los señores mayores que vivían en el primero apenas podían salir de
casa porque apenas podían subir las escaleras por sí mismos); así que subió a
pie. Llegó a la puerta de su casa jadeando y con cara de cansada, con las
llaves preparadas para abrir en la mano derecha y los zapatos en la izquierda.
Nada más entrar lo primero que
hizo fue poner el portátil a cargar, ya que no tenía otro ordenador en casa y
lo necesitaba para seguir escribiendo (aunque, la verdad, ya había olvidado lo
que estaba escribiendo). Después se quitó el vestido que tanto la ahogaba y se desenjoyó. Lo cierto es que iba muy
guapa con el colgante que había heredado de su abuela, un colgante sencillo que
constaba solo de una cadenita fina de plata y un pequeño rubí que colgaba de
ella. Combinaba muy bien con el fondo gris del vestido, sin escote y de cuello
alto, pero fino para no pasar mucho calor. Le gustaba tanto que hasta se había
comprado unos pendientes a juego, de brillantes rojos, aunque no estaba segura
de que se trataran del mismo tipo de joya, quizá la habían vuelto a engañar.
Guardó los zapatos en el zapatero y colgó el bolso en el perchero.
- ¿Ya estás aquí?
- Sí.
- ¿Vas maquillada?
- Un poco...
No solía llevar maquillaje porque
ni le gustaba ni sabía ponérselo sin ir antes a buscar tutoriales en YouTube,
por lo que no era de extrañar que a su madre le extrañara verla pintada; aunque
más le extrañaba a Marga que su madre la obligara a ponerse tacones, pero no a
maquillarse. En realidad no estaba «un poco» maquillada, sino mucho, demasiado,
incluso. Pero su madre, más rubia que el sol y con los ojos más azulados que el
cielo, no insistió. Fue entonces cuando se le ocurrió ir al baño a quitarse
todo ese potaje que tenía restregado por toda la cara. Se lavó con agua tibia y
usó el desmaquillador que su madre guardaba para sí, pues ella sí tenía por
costumbre pintarse para salir, aunque solo fuera para ir a comprar el pan. Se
despidió de su sombra de ojos gris oscura; de su colorete medio rojo, medio
anaranjado; de su base de un tono más oscuro que el de su piel natural; de sus
labios de un color todavía por identificar; y se quedó mirando su rostro, ahora
totalmente desnudo, en el espejo, totalmente quieta, como esperando que se
moviera.
Hizo un pis y fue a su cuarto a
conectarse al foro en el que se había registrado por recomendación de la amiga
de una amiga de su vecina, la que vivía justo debajo de su apartamento. Lo más
seguro es que no fueran a llamarla para el puesto de trabajo como secretaria. Probablemente
el: «Ya la llamaremos» que le habían dicho justo antes de despacharla era
simple habladuría, meras formalidades. Probablemente no había pasado la
entrevista que había hecho por la mañana. Así que había hecho bien en crearse
una cuenta, ya que necesitaba el dinero si quería operarse; y quería, pues ya
había gastado mucho dinero (todo lo que tenía en el banco por herencia también
de su abuela, de hecho) en comprar el órgano metálico para el trasplante y
ahora era una tontería echarse atrás.
Y ahí estaba ella, todavía bien
peinada su media melena castaña llena de mechas negras y con los ojos verde
oscuro puestos sobre el icono de «Escribir» del foro. Al apagársele el
ordenador de repente, se le había eliminado lo que llevaba de mensaje, pues no
había opción de borrador, así que tenía que empezar de nuevo. Y ya no sabía
cómo ponerlo, qué decir, por dónde empezar; se había puesto nerviosa otra vez,
tenía el corazón acelerado. «Si me hubieran hecho ya el trasplante, esto no me
pasaría», pensaba para sus adentros entre pequeños soplos y breves bocanadas de
aire. Necesitaba un verdadero milagro para conseguir el dinero que le habían
pedido.
Mi nombre es Marga, tengo 18 años recién cumplidos y necesito dinero,
mucho dinero.
No, sonaba muy desesperada y no
era algo bueno, precisamente. Borró lo que había escrito, respiró hondo y
comenzó a pensar al ritmo de sus latidos, «estos asquerosos latidos llenos de
calor que no me dejan pensar con claridad».
Hacía ya dos semanas que había
quedado con su vendedor misterioso (aquel tan guapo del que no había vuelto a
tener noticias) y aún no sabía qué hacer. No podía estar mucho más tiempo así,
sus padres terminarían comprobando su cuenta bancaria y se enterarían de que ya
no tenía dinero. Y llegarían las preguntas y acusaciones, las insinuaciones de
si se droga, de si apuesta en el juego, de si va por ahí regalando dinero a los
desconocidos… «A ellos no les importa el dolor ajeno; a mí sí, y no lo quiero
para mí».
Mi nombre es Marga, tengo 18 años recién cumplidos y necesito algo de
dinero para la universidad, para poder estudiar. Soy de complexión delgada y
mido 165 cm. Me gustaría ser abogada y espero que alguien pueda ayudarme a
cumplir mi sueño. Gracias.
Terminó el texto con una carita
sonriente y le dio al botón de «Enviar».
Mensaje enviado correctamente a la unidad de moderación y aprobación.
Cuando se publique, se lo comunicaremos mediante un mensaje a su correo
electrónico. Gracias por confiar en nosotros.
Otra carita sonriente. Tenía que pasar un filtro antes de publicarse el anuncio para el público, así que Marga solo tenía que esperar. Y esperaba impaciente, sentada en la cama, en silencio, aún en ropa interior y con una media sonrisa en la cara. |
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