-Adiós.
Salió de su boca como quien se aclara un poco la garganta. No como quien
estornuda, que al principio de cuesta mucho y luego lo escupe todo
rápido y de golpe; sino como quien tose tranquilamente para seguir con
lo que estaba diciendo o, en este caso, para seguir con su vida.
-Adiós.
Ni siquiera llegó a parpadear, a ladear la vista hacia el suelo o a
levantarla hasta el azul del cielo. En esos aproximadamente ocho
decisegundos que duró la frase no dejó de mirarme a los ojos. Y en la
eternidad que vino justo después tampoco apartó la mirada de mis
pupilas. Pensé por un momento que, de tanto mirarnos, se fusionarían sus
castaños y mis verdes; y, quizá, tal vez, puede que, se arrepintiera de
decir:
-Adiós.
Recuerdo que esa palabra tan fea se me clavó como un puñal en el
estómago y se encargó de abrirme hasta divisar las entrañas y arrancarme
las vísceras de cuajo. Recuerdo que me entraron ganas de vomitar y que
acabé con los ojos inundados en lágrimas. Esa palabra tan
audiovisualmente horrible me golpeó contundentemente en la cabeza y me
abrió la sien haciendo que se derramaran mis sesos. Recuerdo
perfectamente que, en ese momento, dejé de vivir. Que me enterraron ahí
mismo, bajo el suelo pavimentado de la acera cuadriculada, justo
enfrente de aquel edificio del que ojalá no hubiera salido esa mañana y
en el que ojalá no hubiera entrado jamás.
-Adiós.
Lo dijo solo una vez y se marchó. Y se marchó precisamente porque no
tenía intención de repetirlo y porque tampoco tenía ganas de presenciar
uno de mis numeritos de alma desdichada. Y no lo iba a repetir porque no
hacía falta. Que esa bala alcanzó directamente mi pecho y atravesó de
una mi esternón, mi pulmón izquierdo y mi corazón. Que no hizo falta
disparar más. Que me disparó y yo no hice nada por intentar esquivar el
proyectil. Y me disparó porque yo se lo pedí, porque estaba cansada y
porque él era un callejón con muchas salidas y yo no sabía cuál de ellas
tomar. Así que...
-Adiós.
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