lunes, 17 de noviembre de 2014

Pastillas no para dormir

No es que no quisiera entrar en el pub porque no le gustaran los pubs, sino porque tenía la ligera impresión de que algo malo estaba ocurriendo en ese mismo momento. Así que, al terminar de cenar con sus compañeros de clase, salió pitando del restaurante.

Llegó a aquella finca vieja y se encontró, como siempre que iba a visitarla, la puerta del patio abierta. Subió por las escaleras hasta el cuarto piso y empezó a golpear la puerta gritando su nombre como si no hubiera mañana. Nadie abrió. Ni siquiera salió ningún vecino a ver qué ocurría. Telefoneó a su móvil varias veces, pero no se lo cogía; así que terminó echando la puerta abajo con una patada. Era un chico casi tan fuerte como guapo.

Nada más entrar volvió a tener ese extraño presentimiento de que algo malo ocurría. Pasó por al lado del comedor, cruzó el pasillo y se encontró la puerta del baño entreabierta. Había unas piernas desnudas que sobresalían del cuarto de baño. Jamás olvidará ese frío miedo que recorrió en ese instante todo su cuerpo, de arriba abajo y de abajo arriba. Jamás se hubiera perdonado el no dejar a sus amigos en el caso de haberles hecho caso cuando le decían de ir «a tomar algo por ahí».

Corrió hacia ella gritando otra vez su nombre. Estaba totalmente desnuda y semiinconsciente. Olía a alcohol barato y había una especie de frasco vacío tirado en el suelo que parecía haber contenido en algún momento de la noche pastillas para dormir. Estaba tan preocupado por ella que no se paró a pensar, como días atrás la joven, en lo irónico y efectivo del asunto: que esas pastillas pudieran hacer algo más y mejor que hacer que te duermas.

Comprobó su pulso y le golpeó las mejillas para ver si reaccionaba. Levantó la tapa del váter, la alzó un poco por la cintura, introdujo sus propios dedos por la boca de la mujer a la que amaba y salió el vómito sin rechistar. Se quitó la camiseta para ponérsela a ella y rompió a llorar. Ella estaba demasiado borracha como para saber exactamente qué ocurría, pero lo reconoció en seguida.

—Te quiero. Aunque me hayas salvado la vida. Te quiero.

—Yo también te quiero, Sara, yo también te quiero.

La levantó y mojó su rostro con un poco de agua tibia. Después se la llevó a la cocina y le dio agua, mucha agua, para ver si se le pasaba la borrachera. Él nunca había bebido y no sabía exactamente lo que tenía que hacer, pero no quería que se durmiera en ese estado, no sin antes asegurarse de que no quedaban somníferos en su cuerpo. Más tarde, cuando parecía que ya se encontraba mejor, se la llevó a la cama y la acostó. Se durmió en seguida, pero él se mantuvo toda la noche en vela.

Al día siguiente, sobre las diez de la mañana, ella se levantó con dolor de barriga y cabeza, mareada. Fue al baño, vomitó por segunda vez sin tener constancia de la primera y se volvió a la cama. Él estaba durmiendo. Cogió su brazo y se lo pasó sobre la cintura para que él la abrazara. Se acurrucó como pudo para no despertarlo y rompió a llorar. Él se despertó, le dio un beso en la frente y la apretó contra su cuerpo abrazándola tan fuerte que estuvieron a punto de fundirse. No sé dijeron nada. No hacía falta.

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