No es que no quisiera entrar en el pub porque no le
gustaran los pubs, sino porque tenía la ligera impresión de que algo
malo estaba ocurriendo en ese mismo momento. Así que, al terminar de
cenar con sus compañeros de clase, salió pitando del restaurante.
Llegó
a aquella finca vieja y se encontró, como siempre que iba a visitarla,
la puerta del patio abierta. Subió por las escaleras hasta el cuarto
piso y empezó a golpear la puerta gritando su nombre como si no hubiera
mañana. Nadie abrió. Ni siquiera salió ningún vecino a ver qué ocurría.
Telefoneó a su móvil varias veces, pero no se lo cogía; así que terminó
echando la puerta abajo con una patada. Era un chico casi tan fuerte
como guapo.
Nada más
entrar volvió a tener ese extraño presentimiento de que algo malo
ocurría. Pasó por al lado del comedor, cruzó el pasillo y se encontró la
puerta del baño entreabierta. Había unas piernas desnudas que
sobresalían del cuarto de baño. Jamás olvidará ese frío miedo que
recorrió en ese instante todo su cuerpo, de arriba abajo y de abajo
arriba. Jamás se hubiera perdonado el no dejar a sus amigos en el caso
de haberles hecho caso cuando le decían de ir «a tomar algo por ahí».
Corrió
hacia ella gritando otra vez su nombre. Estaba totalmente desnuda y
semiinconsciente. Olía a alcohol barato y había una especie de frasco
vacío tirado en el suelo que parecía haber contenido en algún momento de
la noche pastillas para dormir. Estaba tan preocupado por ella que no
se paró a pensar, como días atrás la joven, en lo irónico y efectivo del
asunto: que esas pastillas pudieran hacer algo más y mejor que hacer
que te duermas.
Comprobó
su pulso y le golpeó las mejillas para ver si reaccionaba. Levantó la
tapa del váter, la alzó un poco por la cintura, introdujo sus propios
dedos por la boca de la mujer a la que amaba y salió el vómito sin
rechistar. Se quitó la camiseta para ponérsela a ella y rompió a llorar.
Ella estaba demasiado borracha como para saber exactamente qué ocurría,
pero lo reconoció en seguida.
—Te quiero. Aunque me hayas salvado la vida. Te quiero.
—Yo también te quiero, Sara, yo también te quiero.
La
levantó y mojó su rostro con un poco de agua tibia. Después se la llevó
a la cocina y le dio agua, mucha agua, para ver si se le pasaba la
borrachera. Él nunca había bebido y no sabía exactamente lo que tenía
que hacer, pero no quería que se durmiera en ese estado, no sin antes
asegurarse de que no quedaban somníferos en su cuerpo. Más tarde, cuando
parecía que ya se encontraba mejor, se la llevó a la cama y la acostó.
Se durmió en seguida, pero él se mantuvo toda la noche en vela.
Al
día siguiente, sobre las diez de la mañana, ella se levantó con dolor
de barriga y cabeza, mareada. Fue al baño, vomitó por segunda vez sin
tener constancia de la primera y se volvió a la cama. Él estaba
durmiendo. Cogió su brazo y se lo pasó sobre la cintura para que él la
abrazara. Se acurrucó como pudo para no despertarlo y rompió a llorar.
Él se despertó, le dio un beso en la frente y la apretó contra su cuerpo
abrazándola tan fuerte que estuvieron a punto de fundirse. No sé
dijeron nada. No hacía falta.
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