Cuando me desperté esa mañana de julio toda mojada en el suelo, pensé en
la de veces que me había despertado toda empapada en tu cama. Ya no
estaba entre tus sábanas arrugadas y pringosas, sino sobre un charco
reseco de un líquido que no había parado de salir de una zona muy
concreta de mi cara.
Me miré al espejo y aún lloraba. Tenía el rostro y las manos tan sucios
como el suelo sobre el que había dormido y tenía mucho frío. Me vinieron
a la cabeza aquellas noches en las que dormíamos desnudos abrazados
justo después de follar en tu escritorio y no pude evitar arrancarme la
ropa de la rabia y pasar mi mano derecha por entre mi húmedo sexo.
Estaba tan histérica que habría roto el espejo de un cabezazo de no ser
por aquel fuerte grito proveniente de la puerta que me despertó tan de
golpe.
Cuando desperté esa mañana de julio toda mojada en el suelo, me di
cuenta de que jamás habría llegado a pensar que, al darte el ultimátum,
había firmado mi propia sentencia de muerte.
Eché una ojeada a mi alrededor y encontré mi ropa desgarrada y arrugada
en una esquina de aquel suelo sucio y pringoso. Tenía frío, pero mi sexo
aún ardía y me olían las manos a él.
Mirara donde mirara, sólo me chocaba contra esos miles de ojos verdes
que me observaban desde el suelo. Tenía el rostro roto y desfigurado
esparcido por toda la habitación. Era incapaz de levantarme, pero al
menos ya había dejado de sangrar.
Estaba tan asustada que a punto estuve de llamar a gritos a mi madre de
no ser porque ya se me adelantó ella al entrar en el cuarto de baño.
Jamás pensé que pudiera levantar tanto la voz, así como tampoco pensé
que pudiera dolerme tan poco la cabeza.
(Finalmente me acordé de ti).
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