Brillaba
mucho, demasiado. Brillaba tanto que hasta dañaba la vista; la dañaba y
la hacía ver cosas que no eran, cosas que no existían en la realidad,
cosas imposibles, cosas que jamás ocurrirían.
Y se apagó. Se fue
la luz; volvió la oscuridad. Había llegado a brillar tanto que había
terminado por fundirse, por romperse, por estropearse. Había vuelto la
oscuridad; y con ella el miedo, el temor a lo conocido, a aquella
realidad que tanto la había herido y asustado.
Volvió a tropezar, a caer. Volvió a levantarse por entre las sombras, a andar a través de las tinieblas. Y volvió a llorar. No
le importaba que la oyeran. Estaba oscuro, nadie podía verla. Él ya no
la vería, se había marchado, como en un tiempo ya pasado, como los
demás, y la había dejado sola. Otra vez.
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