Tenía los ojos vendados, sostenía una balanza en la mano diestra y blandía una espada en la izquierda. No
veía nada, estaba ciego. Y por tanto no podía ver el daño que me hacía
con sus idas y venidas, con sus susurros y sus gritos, con sus golpes y
caricias...
Medía el peso con su balanza solo para saber cuándo le tocaba poner amor en un lado y cuándo meter odio en el otro. Y
su espada... Esa afilada hoja de hierro forjado fue la única que
consiguió partirme el corazón de tal manera que no llegué a morir, sino
que terminé lamentándome el resto de mis días.
Él era como la justicia,
pero no se comportaba de forma justa.
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