Extinguió la cálida pira responsable de disgregar sus
cenizas y volvió aquel señero y místico ser a encontrarse envuelto de
oscuridad, abrazado tan sólo por el gélido viento y circunvalado por los
gritos de aquel lóbrego bosque.
Tiritaba.
Tal
vez ese álgido aire no llegara a congelarlo todo, mas su propio ser lo
amedrentaba: temía verse reflejado en aquellas tierras.
El
esférico foco de la colosal bóveda celeste le hacía ver que no estaba
solo. Y a su vez, le hacía comprender que la soledad lo acompañaba.
En
ese húmedo terreno había alguien observándolo. Era otro ser igual que
él, místico y solitario, que lo miraba firme y rígidamente, sin
pestañear. Incluso quizá pestañeara, pero él, tan asustado como estaba,
no lo advertía.
Deseaba
cerrar los ojos y encender la hoguera; continuar con el ritual y
consumirse con las llamas. No obstante, sus quemaduras lo aleccionaban
para no reiterar aquel ruin acto de cobardía, así que debía ignorar sus
deseos y mirar al frente, donde estaba ella, el otro ser, oteándolo fría
y severamente.
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