Cristófano no era ni más bello ni más culto; simplemente sabía vivir, al contrario que el resto, sin mirar atrás.
No
se paraba en los errores, los cuales, ya cometidos, lo hacían más
inteligente. Los memorizaba para no volverlos a ejecutar; y si los
repetía era porque, sin duda alguna, no eran errores, sino actos que en
la vida se debían reiterar.
No frenaba en los trágicos momentos que,
como bien definía el adjetivo, lo habían hecho llorar. Él veía el lado
tierno de cada instante, aquel que enseñaba una lección para vivir
mejor.
No pensaba en aquellos que lo despreciaban; a él no le
importaba que no todos lo amaran como una madre ama a su pequeño.
Cristófano andaba pausadamente por las calles, cruzándose con sus
adversarios y lanzando una verdadera sonrisa a cada uno de ellos; le
hacía gracia que estos desperdiciaran su vida odiando a una persona
cualquiera, dándole así más importancia de la que tenía en realidad.
Cristófano
no necesitaba reflejar una belleza superficial delante de un reluciente
espejo. Su mente era lo suficiente hermosa como para deslumbrar a
cualquiera.
Cristófano no tenía por qué ser el más erudito de todos;
le bastaba solo con saber utilizar ese limitado intelecto que poseía si
así lograba aprender poco a poco y vivir más sabiamente.
Ni siquiera
tenía que tener todas las óptimas cualidades del mundo como la de un
nombre bonito para ser feliz y popular. No tenía que gustar a los demás,
sólo gustarse a sí mismo.
Cristófano tenía únicamente una obligación: ser Cristófano.
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