jueves, 19 de abril de 2012

Una luna hermosa

Estaba agotada. Le pesaba el alma y no lograba caminar tan rápido como hasta ahora había estado haciendo. Tenía la respiración entrecortada y le iba el corazón a mil por hora. Lloraba amargamente, empapándose su pálido rostro de lágrimas y sudor. Menos mal que al final había decidido ponerse calzado cómodo y no aquellos zapatos nuevos tan bonitos que se había comprado el sábado anterior. Su camiseta blanca era ahora una especie de arcoíris oscuro donde se mezclaban el marrón sucio del polvo y el verde oscuro de la hierba; y su pantalón corto, una tela enmarañada preparada para jubilarse. Tenía la coleta destrozada y el flequillo en la cara.

No quería frenar, pero no podía más. Llevaba horas y horas corriendo, o eso pensaba; ya no estaba segura de nada. Tal vez solo llevara unos pocos minutos. Fuera como fuese, ese largo o corto intervalo de tiempo le había parecido eterno. Además, tenía la sensación de correr en círculos; tenía la impresión de que ya había estado por aquella zona. Todos los árboles eran idénticos, las piedras que pisaba eran siempre las mismas y la arena estaba igual de blanda e igual de enfangada anduviera por donde anduviera. El camino era cochambroso e incluso peligroso, no era nada acogedor, mas no podía hacer otra cosa que seguir y rezar para que no la alcanzase.

La noche abrazaba el frío bosque y lo acunaba con la tenue luz de aquella enorme luna llena. Era preciosa. Aquel día, o más bien aquella noche, había salido hermosa a pasear en medio de la oscuridad. De su delicado manto resplandecía una luminiscencia perlada. Y las demás, aquellas que la rodeaban y embriagaban cálidamente, contemplaban fijamente su belleza por miedo a que esta fuera efímera. Y lo era, pues pocas veces podía admirarse semejante satélite.

Y mientras ella seguía dando vueltas. ¿De verdad estaba huyendo? No sabía ni qué hacía. Se hallaba sola en medio de un tenebroso bosque, rodeada de una helada noche y escuchando distantes sonidos de bestias salvajes. Tenía el espíritu destrozado; no solo por lo que había pasado, por aquel giro inesperado en su cita y esa ímproba huida, sino también por abandonarlo cuando más la necesitaba. ¿Había hecho bien? Él lo hubiera querido así, decía para sus adentros; pero cada vez estaba menos convencida.

Lanzó, mirando al cielo, un apesadumbrado y melancólico grito que ella escuchó sin dificultad alguna. En el fondo no quería, pero seguía su rastro y oía a la perfección sus cautelosas pisadas. Penetraba en sus fosas nasales su dulce fragancia a limón y la sentía tan cerca que creía que se encontraba justo allí, a su lado, con él; como en los viejos tiempos. Habían pasado tantos buenos momentos juntos, tal cantidad de inolvidables historias, tanta vida... que parecía imposible que hubiera llegado tan pronto el fin. Los planes de futuro, los viajes, la casita de campo e incluso aquellos cuatro niños que iban a ir correteando a su alrededor habían desaparecido para siempre.

Y ella se estremecía pensando en aquel lúgubre final. El aullido había llegado a introducírsele tanto en la cabeza que, aun sabiendo que había cesado, lo escuchaba. Entonces notó algo extraño en el arduo camino por el que deambulaba. De repente ya no apreciaba la maleabilidad de la tierra, sino que advertía el seco sonido de las ramas al partirse en dos. Quizá no estaba andando en círculos; quizá estaba lo bastante lejos como para poder transitar más tranquila; quizá estaba cerca del pueblo. No estaba del todo segura, pero sabía que, para bien o para mal, se había perdido.

Recordaba a la perfección aquella sofocante noche en la que habían decidido, como en ese día, acampar en el bosque. Se acordaba de la brillante luna, no tanto como la de aquella velada, pero sí más grande, que los había estado vigilando desde lo alto del firmamento. Recapitulaba todos aquellos susurros y evocaba en su memoria su sincera sonrisa y su forma de morderse el labio inferior cada vez que él la miraba con ojos deseosos y llenos de pasión. En un arrebato intenso, ella se había abalanzado a sus brazos y él la había cogido con fuerza. Rememoraba sus besos, sus caricias. Revivía aquel amor que sentían el uno por el otro y despertaba en sus recuerdos aquel feroz y gigante carnívoro de pelaje gris oscuro, mirándolos fijamente con ojos penetrantes y escuchándolos con las orejas rígidas. Percibía el fiero gruñido que salía de aquella mandíbula apretada y aún podía oír con claridad el sonido de esos dientes afilados al irrumpir en la carne.

Si él no hubiera intervenido... Si él no se hubiera puesto en medio... Seguramente sería ella la que, en aquel instante, estuviera persiguiéndolo a él.

Estaba agotada. Esta vez sí que no podía más. Esta vez sí que llevaba horas y horas caminando sin rumbo alguno. Quería sentarse un momento, echarse entre las ramas. Deseaba que terminara aquella pesadilla de una vez por todas.

No sabía exactamente por qué, pero tenía el presentimiento de que algo iba a ocurrir, sentía que cada vez estaba más cerca. Era una sensación un tanto frustrante, una sensación horrible.

Y cada vez estaba más cerca. La olía. Era inconfundible aquel deleitoso aroma que siempre usaba. Se relamía los labios al pensar, si es que era capaz de pensar, que pronto podría degustar aquel agridulce sabor. No obstante, al día siguiente se arrepentiría acibaradamente.

Prolongaba su itinerario aunque ansiaba acabarlo. Necesitaba finalizar, cerrar los ojos y dejar de pensar; pero para ello debía proseguir un poco más hasta llegar a la aldea. Allí encontraría una cabaña abandonada, como parecían hallarse las demás casas, entraría y pondría fin a todo, a aquel trágico cuento fantasioso.

Y su hambre se hacía cada vez más y más notoria. Sus tripas rugían con vigor y espumaban sus fauces. Esa noche esperaba cenar bien.

Ella, dentro de aquella casita de ladrillo y madera, cavilaba cómo hacerlo. Sabía que si dejaba que él la mordiera, no iba a saber controlarse e iba a terminar con su vida. Y sabía que, si aquello ocurría, al día siguiente iba a martirizarse y su vida se basaría en culparse y torturarse hasta morir. No podía permitir que él cargara con la culpa de su exterminio. Sin embargo, sabía que lloraría por ella y se lamentaría; tenía la certeza de que aullaría tan fuertemente al sol, que despertaría la exánime aldea. Debía correr con el riesgo.

Se acercaba cada vez más; pero había tiempo de sobra, estaba más lejos de lo que ambos creían.

El color plateado del revólver de su padre, aquel que había hurtado para su protección, fulguraba en su pequeña y temblorosa mano. No estaba segura de atreverse, pero tenía que hacerlo. Debía zanjar aquel relato que tan buen comienzo había tenido y que, paulatinamente, había ido desbordándose sin ton ni son. Debía hacerlo por él.

Tras una larga e interminable noche, todo volvió a la normalidad.

Se encontraba desnudo enfrente de una casa completamente desconocida para él. Se dio cuenta de que ella no estaba a su lado y se percató de que había un cuerpo inerte y ensangrentado dentro de aquella morada. Desde allí, asomado a la ventana, no podía advertir con claridad que la sangre provenía de los delicados cabellos de la joven, que había expirado con seguridad y consciente de ello. No apreciaba tampoco las lágrimas heladas y la sonrisa en sus paralizados labios, pero tenía el presentimiento de que, desde ese momento, nada volvería a ser como antes.

Entró y lo recordó todo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario