domingo, 17 de junio de 2012

En aquellos llorosos campos

A unos cuantos kilómetros de distancia, en un remoto lugar apartado de cualquier forma de vida y bajo las entrañas de la tierra, se encuentran las praderas de las más desgraciadas almas que existen, aquellas que se perdieron en el camino que conduce a la tan ansiada felicidad, aquellas que cayeron en las terribles garras del amor... «Llorosos campos», así escuché que los llaman...

Están llenos de ánimas desdichadas, espíritus condenados a lastimarse durante el resto de sus días, durante la infinita eternidad. Son seres casi incorpóreos, intangibles; seres con la capacidad de hacer cualquier cosa excepto de escapar de ese dolor que los persigue. Son monstruos que habitan en un constante paisaje nocturno.

Y, entre toda esa fría oscuridad, todos esos terroríficos gritos y todas esas sombras que vagan sin rumbo alguno, se oye un sonoro suspiro: el distinguido llanto de una triste mujer, una mujer que no deja de pensar en el ayer, que no sabe cuánto tiempo ha pasado desde que se le partió en dos. Está intentando olvidar, entre lágrimas, todo su dolor; pero las sombras se adentran en su interior y la hacen recordar que, al igual que fue amada, también fue rehusada. Su llanto es cada vez más terrible, más dramático. Nadie va a socorrerla, está rodeada de almas que sufren tanto como ella. Ya no es nada, tan sólo un simple ser que erra en la muerte.

Recuerda que fue engañada con falsas esperanzas que penetraron en sus peores sueños y la condujeron hacia la locura.

-¿Volverás?
-Cuando todo se solucione.

Aún recordaba sus mentiras, como si hubiesen pasado tan sólo unas horas. Su pena había crecido cada vez más y ahora no podía fiarse de nadie: la soledad le había enseñado a desconfiar de aquello que parece tan bello y tan real.

Sus susurros, aquellos con los que le contaba al oído muy bajito todo lo que harían después de casarse, habían ido, poco a poco, convirtiéndose en horribles gritos; sus besos, aquellos que le daba en las mejillas, en la frente, en las manos y en los labios, eran ahora como puñaladas en su roto corazón.

Él había prometido volver; ella había jurado esperar. Él rompió su promesa; ella se cansó de aguardar.

Se habían distanciado cada vez más y más; tanto, que ya ni siquiera estaban en el mismo mundo. Él era ahora feliz y no se paraba a pensar en que antes había sido amado por otra mujer; una mujer que lo había comprendido mejor que a ella misma, una mujer que lo había querido más que a su propia vida y que ahora se torturaba por ello en el infierno, pensado en qué hizo mal, preguntándose cómo podía remediar su dolor, cuestionándose si realmente merecía aquel castigo. Antes hubiese pensado que no merecía torturarse y, más antes, hubiese pensado que no merecía aquella pena. Ahora ya no estaba tan segura de nada.

Estaba condenada a ser un alma con el corazón partido en dos mitades. Una mitad se situaba dentro de ese cuerpo semitraslúcido que se encontraba bajo aquel rasgado y ensangrentado vestido; la otra mitad estaba en el fondo de su mente, donde él la tenía presente a cada instante. Y en ese momento, mientras ella rompía el silencio de aquella cerrada noche con sus gritos ahogados, la vio y empezó a reflexionar...

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