miércoles, 20 de junio de 2012

Qué remedio...

Despertó de repente en el mismo lugar ignoto de siempre, el de todos los días, el que la envolvía cada mañana al despertar y la acunaba a la hora de acostarse. La embelesó aquella extraña sensación que tanto había temido durante todos esos años. Lo supo entonces y rompió a llorar.
Se había ido.
Las incomprensibles carcajadas, los eufóricos gritos, los cálidos abrazos, los imprevistos presentes, las dulces sonrisas, los inconfesables secretos... Todo se había esfumado de la noche a la mañana y aún no comprendía el porqué.
¡Quién sabe si algún día se lo harían saber...!
Salió a la calle acompañada de sus fantasmas para despejar su mente, para aclarar sus ideas. Resbaló una fina gota (de lluvia, claro está; aquel día llovía a cántaros) por su delicado rostro. Estaba, en aquel preciado tiempo imperfecto que tanto parecía gustarle por lo bien que quedaba, a punto de romperse; no literalmente, por supuesto, sólo simbólicamente. Quería gritar, desahogarse; y a su vez ansiaba enfermar de mudez y no volver a decir palabra nunca más,
al igual que aquel cielo que lloraba en silencio su amargura.
Sabía que estaba sola y que la única persona que parecía escucharla se encontraba demasiado lejos. A lo largo de los años había ido poco a poco comprendiendo que no servía para la compañía; ea, qué importaba ahora. Había sido abandonada tantas veces que cada vez se hacía menos amargo ese sabor de destierro y rechazo. Evidentemente, también había abandonado ella, pero no había sido del todo placentero (al menos como creía que sería). Había sido condenada al abandono y a la soledad desde que creció como persona y tuvo la capacidad para pensar por sí misma, comenzando, por supuesto, por el abandono de su único y actual protagonista de sus manuscritos: sí, ése, su...
padre.
Se observaba detenidamente y veía su cara de indiferencia. Deseaba no sentirla, anhelaba notar pesadumbre y malestar por su desamparo, pero a esas horas no advertía tales sentimientos. Compasión. Una de sus más antagónicas palabras. No le gustaba y, sin embargo, parecía apreciarla en ella. Se compadecía de su propia alma. ¿Alma? ¿Acaso existía?
En fin...
Quizá no volvieran a estar juntas nunca más, no por su parte, sino por la de aquella joven que parecía haberse pensado mejor las cosas; seguramente aquel bendecido búlgaro (para que nos entendamos, por si acaso, y aún así no sé yo si...) no recordara ni su nombre; tal vez la sentencia de su confinamiento fuera perpetua; y probablemente un escrito como este no sirviera de nada (se ve que hay varias interpretaciones de lo que parece haber sólo una para la propia escritora) y se lo echaran en cara,
quién sabe por qué.
La echaba de menos; sí, lo confesaba. La necesitaba a su lado y se lamentaba de haber sido tan... egoísta, supongo. Pero si había decidido irse... no era nadie para impedírselo, pero sí podía intentar evitarlo invitándola, primeramente, a hablar cara a cara y confesar las inquietudes de ambas. No, no era un simple capricho; de ser así no malgastaría su tiempo en pasar a limpio su insulsa pero sentida escritura. La necesitaba. La necesitaba de verdad. Necesitaba a su amiga (si es que aún lo era...), su apoyo, su "F", su... Yin... Te necesitaba. Yo...
Te necesito, supongo. O no. Ya no lo sé
P.D.: Sin pretensión de regodeo y con toda la sinceridad del mundo, ¡qué fácil sería vivir en un palacio! (Por sus comodidades, más que nada, y su admirable condición).

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