miércoles, 1 de agosto de 2012

Sí, quiero

Miraba y remiraba su perfecto recogido. No podía dejar de mirarlo. Y pensar que había gastado horas y horas para arreglarse y, lo que era aún mejor, meses y meses preparando ese día… No alcanzaba a comprender con exactitud qué estaba a punto de ocurrir.

Su larga y dorada melena se encontraba atada en un aparatoso moño lleno de ganchos, rizos y laca, mucha laca. Caían dos mechones ondulados a los lados de su peinado y, aun habiendo estado minuciosamente cuidando cada rasgo del conjunto, por culpa de un descuido, se le había olvidado tapar la raíz que comenzaba ya a nacer más castaña que nunca.

No podía creerlo. ¿Era ella, realmente? Imposible… ¡Quién lo hubiera dicho! Era una locura aquello que estaba a punto de hacer, y todo por ser tan estúpida…

El ovalado espejo de madera de roble que había heredado de su tía abuela la contemplaba de arriba abajo sin descuidar detalle. Observaba su albino y liso vestido, largo hasta los pies y protegiéndole los níveos zapatos de tacón de aguja. La prenda era brillante como la seda, sólo que de un material un poco más económico. La parte de arriba se asemejaba a una especie de corsé gótico de los que siempre le habían gustado, aunque dicho corsé, en vez de negro o escarlata, era del color de la más pura nieve. La parte de abajo, en cambio, era más sencilla y se trataba tan sólo de una larga falda de raso blanco cubierto por una fina tela de encaje floreado que caía suavemente y bailaba rítmicamente a cada paso que daba al andar.

No recordaba cuándo, con exactitud, había cogido el miedo a morir sola; cuándo había cambiado de parecer, cuándo de costumbres; cuándo había decidido vivir de la manera más alejada a sus principios, de la forma que siempre había temido.

El carmín de sus labios hacía de su boca un elemento eximio y sensual al que daban ganas de besar apasionadamente, mas ella no imaginaba en ese preciso instante que ya nadie aplacaría tal deseo. Sus enormes y cada vez más verdes ojos resaltaban gracias a la sombra clara con la que los había maquillado. Mantenía una mirada serena pero distante, como alejada del mundo, ida; como la de antaño, su mirada de siempre, triste y hermosa. Sin embargo, su sonrisa era más lúcida, verdadera y cercana; aunque tampoco había cambiado y seguía siendo, en el fondo, igual de melancólica. Añoraba aquellos tiempos mejores que no había logrado vivir ni una sola vez.

¿Y ahora? ¿Qué pretendía hacer ahora? Se miraba y se miraba, pero no sabía qué hacía ahí plantada, cómo había llegado tan lejos. ¿Acaso pretendía dar el «sí, quiero» y ya está? ¿Sin pensarlo dos veces? Se había precipitado demasiado; ya no actuaba con la misma precaución que cuando era una cría de dieciséis años. No razonaba con claridad; no, ya no…

A su memoria llegaban antiguos recuerdos que la hacían sentir que todo era una farsa, que nada era real. Siempre había estado sola; en parte por su manía de querer ser autosuficiente queriendo aplicar, sin percatarse, la dialéctica de Platón; y en parte porque nadie se le había acercado a preguntarle de verdad qué le ocurría ni a prestarle altruistamente su ayuda. Nunca había hablado de sí misma delante de nadie; era algo que no le gustaba, algo a lo que no estaba habituada por falta de práctica e interés.

Rememoraba anteriores episodios y caía en la cuenta de que lo que estaba punto de hacer era sólo por no volver a caer en la triste y angustiosa soledad, para no volver a dañarse física ni mentalmente por la falta de cariño que a lo largo de sus días había experimentado.

Lo conoció una mañana de octubre en las puertas de la universidad y desde ese momento supo que sentirían el uno por el otro algo más que la simple pero adorada amistad; mas también supo que no sería lo mismo que con aquel que decidió partir sin más… Se conocieron y, tras un extraño y a la vez bonito lustro, decidieron dar el paso.

En el momento de tal decisión, ella había aceptado de forma acogedora, pero ahora se lo pensaba con detenimiento. ¿Estaba obrando bien? Él la hacía reír, la escuchaba… la trataba bien en general; pero ella no sentía en su espíritu el deseo de una boda. Aquello era algo que no entraba en sus planes de vida.

Se emborronó su mirada a causa de las frías gotas cristalinas que brotaban de sus ojos. Era un llanto silencioso, de esos que intentas ocultar al mundo mientras éste hace lo imposible por descubrirlo. Destrozó, en un arrebato de furia e impotencia, el tan repeinado recogido que tanto había costado hacer y se dio cuenta de que aún tenía aquellas marcas en sus finas y delicadas muñecas. No dejo en ningún momento de ver su reflejo; no dejó de ver aquella mujer de tan corta edad para lo desgastada que se hallaba, aquella afligida alma en pena.

No, no podía hacerlo. No era capaz de olvidar el pasado tan fácilmente. Por muchos años que transcurrieran, ella seguía amándolo y sentía que, si no podían estar juntos, tampoco podía estar con otra persona, aunque fuera sólo por el hecho de no dañarla fingiendo un amor que, en realidad, no estaba ahí. Y sin él, ya no merecía la pena vivir. Lo había decidido. No habría vuelta atrás. Una decisión instantánea pero firme.


Y de tanto pensar, había dejado de escuchar el exterior y no se había dado cuenta de que la llamaban. Era la hora. Entró su madre por la puerta, vestida de falda y chaqueta azul cielo. La vio llorar; supuso que sollozaba de los nervios, algo que a ella le había pasado el día que contrajo matrimonio con su ya difunto esposo. Así que decidió no abrir la boca y quedarse plantada, sobre sus zapatos de cuña tintados al igual que su conjunto, en la entrada. Esperaría a que su niña, que ya era toda una mujer y se hacía cada vez más mayor, se relajara y diera indicios de querer bajar. La madre rebosaba de tal alegría por aquel día que no se fijó en el estropicio que había hecho su hija sobre sus cabellos.

Ella respiró hondo y dio el primer paso: agarró la falda de su vestido, caminó al lado de su madre sin atreverse a mirarla a los ojos y descendió las escaleras de forma fugaz cayéndosele las lágrimas heladas de tanta amargura.

Todos aquellos que esperaban impacientemente la aparición de la novia la vieron apresurarse. Iba preciosa, tan hermosa como siempre había estado; pero ninguno osó detenerla ni gritar su nombre y la perdieron en aquel amado horizonte al que ella siempre oteaba para desconectar del resto mundo, ondulándosele el dorado cabello a causa del viento y brillando cual figura pura y angelical.

Se fue. Marchó lejos y no volvió.

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