Sola se hallaba, desde hacía un
tiempo, en medio de aquel frondoso y oscuro bosque. Su respiración agitada
rompía el profundo silencio que la envolvía junto a la tan espesa niebla,
culpable de la humedad del ambiente pero no de la de sus ojos.
Estaba cansada de huir, lo había
hecho tantas veces que ya no le encontraba el sentido. ¿Para qué, si terminaría
alcanzándola tarde o temprano?
Era todo tan horrible y
espantoso... No dejaba de temblar y presentía una muy cercana muerte, lenta y
dolorosa por culpa de su repentino y trágico abandono. No, aquel no era un día feliz;
era más bien una noche infausta y fatídica.
Cayó sobre el cetrino y esponjoso
césped y sollozó aún más profusamente, como si en ello se le fuese la corta
vida de la que era poseedora, como si aquello la fuera a salvar de aquel nuevo
y peor infierno. Sí, él ahora estaba aún más
lejos, pero esta vez por voluntad propia (o quizá fuera ella la que lo había
hecho alejarse cada vez más y más con sus palabras excesivamente sinceras y sus
actos escasamente pensados ¿quién sabe?); mas, estaba claro que, en ese preciso
instante, sus espíritus habían dejado de sentirse.
Amargamente se torturaba para sus
adentros y decía ser la causante de todo aquello, responsable de que él no
pudiera soportarlo más y decidiera abandonar. Se dañaba a sí misma y gritaba;
se castigaba cruelmente y de forma totalmente lógica según su parecer.
¿Acaso era posible? Ella aún no
lo creía, pero él ya se había encargado de que ella lo creyese posible.
- ¿Por qué ahora? -se preguntó- ¿Por
qué no después? O nunca.
Y mientras ambos procuraban huir,
cada uno a su manera, de aquel infernal lugar. Intentaban olvidarlo todo, pero
no podían.
La luna curioseaba a través de las nubes para
saber qué ocurría exactamente y se burlaba de ellos con tremendo descaro. Y ellos, los examantes, apartaban la vista a
un lado para que el otro no leyera su sentimiento de culpa.
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