viernes, 7 de septiembre de 2012

Lucero del alba

En un escondido lugar, un rincón oculto en lo más alto del frío cielo, alejado de aquella superficie a la que solían y suelen llamar Tierra, se encontraba, triste y solitario, un ligero ente transparente semejante a un alma.

Envolvía el silencio todo el níveo paisaje, mas lo rompía el agitado sollozo de aquel desgraciado y afligido ser celestial. Pobre, tenía tantas cosas por las que llorar... Emanaba frescura del incorpóreo espíritu, pero los ardientes rayos del redondo y enorme sol lo hacían brillar y adquirir una sensación de calidez muy creíble.

Tenía un aspecto muy demacrado a causa del llanto, y, aún así, era una de las más bellas diosas que habitaban el firmamento. Su larga y rubia melena relumbraba con luz propia de forma impresionante; sus ojos color zafiro eran casi tan profundos como los mismísimos océanos; y sus carnosos labios púrpura enamoraban a todo aquel que los veía mínimamente de reojo.

Vestía un delicado traje de seda color rosa perla, un pigmento que realzaba tiernamente el color de sus luceros, acompañado por un cinturón dorado que fosforescía sin pensárselo dos veces haciendo que todos se volvieran hacia ella. Pero aquel día estaba sola, y nadie iba a volverse para contemplar su apesadumbrada e infinita belleza.

Por aquel entonces, la guerra ya había casi terminado. La que había sido una gran ciudad, perdía, víctima del claro engaño de sus enemigos, mientras éstos se iban apoderando poco a poco de la urbe.

La hermosa diosa del amor los había ayudado a escapar, dictando entonces el cometido de su último vástago mortal: el deber de fundar una nueva ciudad. Pero algo falló, y por culpa del corrompido dios del mar, él murió.

Su querido sucesor siguió adelante, tropezando pero levantándose de nuevo. Mas su dilecto amor naufragó con aquel maremoto en medio del frío mar.

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