Y tras una noche de amarga
desesperación, de llantos incontrolados y de incansable odio hacia ellos
mismos, pareció atisbarse una pequeña y brillante luz a través del nítido
cristal de la pulcra ventana.
De repente, despertó de lo que
parecía una horrible e interminable pesadilla.
No, no la había alcanzado todavía
la mencionada triste y cargante Muerte y no, no se encontraba en medio de un
frondoso y terrorífico bosque, sino en su cama, entre sus cálidas sábanas y sus
esponjosos peluches de toda la vida.
Arrepentimiento. Esa era la clave
de todo. Era lo que él sentía en aquel amanecer, lo que le haría saber que
había experimentado durante toda aquella fría y oscura noche. Era lo que ella sentía también, sin saber por
qué, sin tener motivo.
El perdón bastaba. Ella lo amaba,
claro, pero aun así no era suficiente. No estaba preparada para seguir como
antes, como si nada hubiera pasado. Ahora no sabía cómo actuar, qué decir; pero
lo amaba y nada más importaba en aquel instante.
Él conocía su inquietud y la
comprendía a la perfección. No importaba. Él la amaba.
El problema de la distancia era
no esforzarse en acercarse. Eso estaba claro. Y acabaron por animarse a
intentar aproximarse poco a poco y no terminar de alejarse de forma definitiva.
¿Quién sabe qué saldría de todo aquello?
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