Ahora podría abrirse de nuevo al
mundo y permitir a su ya ajado y cada vez más pequeño órgano bermellón degustar
nuevas delicias y deleitarse con los diferentes a la par que añejos tentempiés
de toda la vida. Él también podría, (por supuesto,
¡eso ni lo dudes!), solo que, a diferencia de la triste muchacha, por propia
voluntad.
Al todavía inmaduro muchacho no lo habían, de momento, abandonado por
«exceso de amor» (qué extraño, juraría que por eso no se abandona a la
gente... En fin). A ella, en cambio, (y sin saber si tomárselo como algo bueno
o malo), la acababan de echar de forma cruel por «quererla demasiado y no poder
verla más que en bellos y utópicos sueños y en dulcísimos pensamientos»
(hipócrita...).
Cierto o no, con el corazón
encogido, se hallaba la triste joven tremendamente enojada (demasiado, diría
yo, y muy poco comparado con lo que debería estarlo). Sandeces. Solo decía y hacía (o
escribía y plasmaba) sandeces. Basta ya de derramar lágrimas inútiles, ¡por
Dios! ¿De qué servía? (Silencio; es una pregunta retórica).
Seguramente fuera cierto.
1930,95 kilómetros de distancia eran demasiados, 245 días eran muchos (en
realidad, ahora me parecen pocos)... En parte lo comprendía. Era joven
e inexperto, demasiado como para conocer de verdad el amor y saber tratarlo
como tal. El pobre se merecía un respiro, pues ya había hecho bastante por el
momento. Tenía derecho a crecer y a asentar la cabeza paulatinamente.
Y de tanto que lo quería, decidió
no quererlo más.
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