lunes, 22 de octubre de 2012

Se le encogió el corazón

Ahora podría abrirse de nuevo al mundo y permitir a su ya ajado y cada vez más pequeño órgano bermellón degustar nuevas delicias y deleitarse con los diferentes a la par que añejos tentempiés de toda la vida. Él también podría, (por supuesto, ¡eso ni lo dudes!), solo que, a diferencia de la triste muchacha, por propia voluntad.

Al todavía inmaduro muchacho no lo habían, de momento, abandonado por «exceso de amor» (qué extraño, juraría que por eso no se abandona a la gente... En fin). A ella, en cambio, (y sin saber si tomárselo como algo bueno o malo), la acababan de echar de forma cruel por «quererla demasiado y no poder verla más que en bellos y utópicos sueños y en dulcísimos pensamientos» (hipócrita...).

Cierto o no, con el corazón encogido, se hallaba la triste joven tremendamente enojada (demasiado, diría yo, y muy poco comparado con lo que debería estarlo). Sandeces. Solo decía y hacía (o escribía y plasmaba) sandeces. Basta ya de derramar lágrimas inútiles, ¡por Dios! ¿De qué servía? (Silencio; es una pregunta retórica).

Seguramente fuera cierto. 1930,95 kilómetros de distancia eran demasiados, 245 días eran muchos (en realidad, ahora me parecen pocos)... En parte lo comprendía. Era joven e inexperto, demasiado como para conocer de verdad el amor y saber tratarlo como tal. El pobre se merecía un respiro, pues ya había hecho bastante por el momento. Tenía derecho a crecer y a asentar la cabeza paulatinamente.

Y de tanto que lo quería, decidió no quererlo más.

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