lunes, 10 de marzo de 2014

Estaba tan «ambrienta» que se comió la hache

¿Alguna vez te ha despertado en mitad de la noche el rugir de tus tripas? Es mucho más eficaz que siete despertadores colocados estratégicamente por toda la habitación para que tengas que levantarte y dirigirte a cada diferente sonido hacia un punto fijo y distante de tu cuarto para apagarlos uno a uno. Tus tripas rugen furiosamente y notas cómo tiemblan al compás del estruendo que provocan. Además, en ocasiones hasta causan un ligero e insoportable dolor.

Te obligas (o te obligan, ¿quién sabe?) a quitarte de encima esas suaves y cálidas mantas con las que te cubres en invierno y a alzarte de tu blanda y cómoda cama; a calzar tus pies descalzos con las mismas zapatillas ajadas que usas todos los años por estas fechas y que tu madre quiere tirar, pero tú no porque son muy bonitas y vas bien con ellas; a ponerte el batín que te han regalado en casa de tu abuelo en estos últimos Reyes; y a salir, de brazos cruzados y con el cuello entre los hombros para combatir mejor el frío, de la habitación.

Pones entonces rumbo a lo que viene a ser uno de los santuarios del hogar moderno, el lugar donde se rinde culto a una de las grandiosas encarnaciones del placer y la satisfacción (una porque hay, mínimo, dos). Cuando llegas, arrastrando los pies, con los ojos entrecerrados por el sueño y bostezando sin parar, frenas en seco delante de la elegante representación divina y susurras diversas plegarias para que la deidad te muestre el camino y satisfaga tus dulces caprichos.

Abres la despensa de manera confiada.

¿Conoces esa agradable sensación de alivio y bienestar que te embarga cuando logras tu objetivo a la primera? Se te dibuja mecánicamente una sonrisa en la cara, te dan ganas de reír a carcajadas (¡por fin algo que haces bien!); te dan ganas de bailar y saltar cantando, gritando, dando vueltas en el sitio y con los brazos en alto. La diosa te ha hecho un regalo magnífico, tienes donde elegir, ¡hasta para repetir!

Encuentras ese trozo de bizcocho casero que hizo tu abuela el día anterior, los bombones que guarda tu padre en una caja azul, las galletitas saladas que hacía ya tiempo que no probabas, las magdalenas rellenas de chocolate negro, esas galletas cuadradas rellenas de fresa cuya existencia no conocías o no recordabas, las otras magdalenas con trocitos de chocolate por fuera...

También hay fruta, pero, al parecer, no merece tu atención. Prefieres centrarte en los frutos secos aún si empezar, o en las papas sabor jamón, en la variada colección de tabletas de chocolate que hay en el estante de arriba, en las rosquilletas con pipas...

Comes y comes sin parar.

La felicidad que sientes en ese momento no puede compararse con nada en el mundo. La vida es maravillosa, no hay por qué dudarlo.

¿Conoces esa agradable sensación de alivio y bienestar que te embarga cuando logras tu objetivo a la primera? Pues bien: imagina que, por mucho que comes y comes, no te sacias lo suficiente, no se te quita el hambre; cada vez quieres más y más y ya no hay nada a tu alrededor que puedas devorar. Piensas que es culpa tuya, que a la pobre diosa ya no se le ocurre qué más ofrecerte, que ya no tiene nada nuevo y bueno para ti, que se ha quedado sin víveres; pero ¡es una diosa todopoderosa!, ¡¿cómo no va saber qué más donarte?!

Cierras la despensa con cuidado, despacio, con mirada melancólica, echando de menos la saciedad. Te abraza fuertemente el desdén. Tú no querías eso... Tú tan solo pretendías quitarte el apetito, matar el gusanillo... Pero sigues con hambre, tanta hambre que serías capaz de comerte cualquier cosa que se adentrara en tu campo de visión.

Te toca volver a la cama.

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