He intentado olvidarte, de verdad que lo he intentado… pero, cada vez que abro los ojos, te veo reflejado en un espejo, en el cristal de una ventana rota, en la reluciente cerámica de una vajilla sin estrenar, en un suelo recién encerado… y, cada vez que los cierro, veo cómo te paseas dentro de mi cabeza, cómo reformas el salón que te has construido dentro de mi mente, la habitación en la que duermes ahora, cómo comes en mitad de la noche en tu nueva cocina, cómo te duchas sin siquiera dignarte tapar tu cuerpo desnudo y empapado…
He intentado olvidar tu nombre, ¡en serio!, no repetírmelo tantas veces en mi cabeza, no decirlo en voz alta mientras sonrío al mirarme en el espejo de mi habitación; pero, cada vez que abro la boca, lo escupo sin pensar; y cada vez que me callo es porque me estoy atragantando con él.
He intentado olvidar tus ojos del color de la fachada de la finca en la que vivo; esa sonrisa tuya que tanto se parece a la luna menguante y que brilla más que el mismísimo sol; esos dientes que no tienen nada que envidiar a la nieve; esos cabellos que no tienen nada que envidiar a la noche.
He intentado olvidar lo mucho que te gustan esas ensaimadas recién hechas que desayuno yo cada domingo; esas canciones que tanto adoras cantar y que yo tengo por costumbre escuchar cada día de camino al gimnasio; esos mensajes que me enviabas a todas horas y que yo aún leo cada noche antes de acostarme; esos hábitos que odiamos; esas manías que compartimos.
He intentado olvidar también el sabor de tus labios, ese casi tan dulce como las golosinas de las que me atiborro todos los fines de semana; ese olor que desprendes tan característico y atrayente que se impregna tan fácilmente en la ropa (maldita la hora en la que decidí que abrazarte era algo genial); esas palabras que me susurrabas y que eran más ardientes que la arena de la playa en pleno medio día de verano.
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