Odio cuando me sonríes tímidamente nada más verme
pasar por tu lado y me acaricias suavemente los brazos; cuando me devuelves
alegremente la sonrisa que yo te he mandado primera tras estar mirándote
fijamente para ver si te girabas hacia mí; cuando de repente nos giramos a
mirarnos a los ojos y nos sonreímos a la vez; e incluso odio cuando no hay
sonrisa, cuando solo nos dedicamos a contemplarnos sin parpadear.
Detesto también que estemos los dos solos,
sentados el uno al lado del otro, hablando de cosas banales y riendo sin parar.
Vuelvo a odiar entonces tu sonrisa. Detesto que nos abracemos cuando hay mucha
gente a nuestro alrededor y que degustemos nuestros labios cuando no nos rodea
ni un alma. Detesto pasar el tiempo contigo, aunque no estemos solos tú y yo.
Aborrezco pensarte y aborrezco saber a ciencia
cierta que tú también me piensas; decirte cualquier cosa sin miedo y escuchar
tu voz diciéndome también cualquier cosa sin temor a lo que pueda parecer o a
lo que pueda yo entender y pensar. Odio además confesarte cosas que jamás le
diría a otras personas y desprecio que tú hagas lo mismo.
Lo odio, de verdad que lo odio... Lo odio porque
me acostumbras a vivir en un mundo maravilloso donde todo es fantástico, un
mundo lleno de luz y color donde soy casi como una reina; me acostumbras a
acariciar tu amor, a cogerlo con fuerza y a no soltarlo, a tenerlo solo para
mí; y, cuando la luz se apaga, cuando se va el amor, ya no sé dónde está la
salida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario