A ella le gustaba bailar en mitad de la noche. Se levantaba de la cama, se quitaba la ropa y comenzaba a mover suavemente sus caderas mientras caminaba, descalza, despacio y casi de puntillas, a un lado y a otro, dando pasitos cortos y bien marcados.
Imaginaba su voz susurrándole canciones de amor que hablaban de caricias indiscretas, miradas profundas y largos viajes a la luna. E imaginaba que imaginaba que él se alzaba a bailar con ella, acariciaba indiscretamente su espalda de arriba abajo, se miraban con profundidad mordiéndose ambos el labio inferior de cada uno y viajaban metafóricamente a la luna; pero a él no le gustaba mucho bailar.
Subía poco a poco sus brazos deslizándolos por su cintura. Rozaba con sus finos dedos los costados de su barriga, rodeaba de forma sugerente su ombligo, el contorno externo de su pequeño pecho, subía por su cuello... y terminaba alzando sus cabellos castaños para después dejarlos caer soltando una pequeña risita.
Imaginaba que él estaba ahí, sentado sobre la cama y contemplándola bailar. Ella lo observaba de reojo y con una sonrisa en la cara, fingiendo que sentía vergüenza si él la miraba tan fijamente, así que él hacía como que disimulaba y apartaba la vista durante no más de tres segundos consecutivos. Ella seguía bailando y él seguía dándole voz a sus sensuales movimientos. Cada noche. A la misma hora.
A ella le gustaba bailar en mitad de la noche, pero un día dejó de oír su melódica voz.
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