Eran como esos tristes días de otoño en los que
los árboles se deshojaban sin rechistar, se torturaban a sí mismos por algún
error cometido en el ya olvidado pasado y se castigaban arrancándose su
espíritu de juventud. Eran como esos melancólicos días de invierno en los que
la nieve lo cubría todo de un pálido blanco que ahogaba a los demás colores y
congelaba sus ya no tan alegres almas. Eran días de primavera, una primavera llena
de vientos fríos y airados, una primavera llena de llantos y gritos
provenientes del mismísimo cielo, una primavera sin flores.
Y ¿qué podía hacer sino otear allá a lo lejos
esperando atisbar su silueta? Verlo correr hacia ella, o más bien imaginar que
lo veía, llenaba su rostro de estúpidas amplias sonrisas. Sentirse rodeada por
sus brazos, sentirse aplastada contra su pecho, sentirse abrigada por su piel.
Leer su mirada, su sonrisa, y corresponderle con un poema escrito por su risa.
No podía hacer nada más que imaginar que oía allá a lo lejos sus veloces pasos,
su respiración agitada, sus fuertes latidos.
No obstante, él llenaba sus ojos de excusas
baratas; tales como que el viento despeinaba sus cortos cabellos, la lluvia que
tanto le gustaba mojaba su paraguas, o que dentro de tres días no le iba a
apetecer. Y ella depositaba cuidadosamente sus excusas en papel reciclado para
volverlas a leer, volvérselas a tragar y volverlas a expulsar esta vez como las
nubes expulsan la fría lluvia: a base de fuertes golpes sonoros.
Eran días largos de noches alteradas, de sueños
matinales y sobresaltos nocturnos, de esperanzas vespertinas y llantos
crepusculares. Eran días extrañamente normales.
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