He intentado escribirte, pero no se me ocurría nada que decirte, así que me he puesto a pensar en todo lo que he estado haciendo a lo largo del día.
Me he despertado sabiendo que había soñado
contigo. No recordaba el sueño, pero, a juzgar por las lágrimas resecas que
tenía por toda la cara, he deducido que se trataba de una de esas despedidas
tuyas que tan poco me gustan. He hecho de mi cuerpo desnudo un ovillo encima de
la cama y me he puesto a temblar de solo pensar que jamás te volvería a ver. No
me imagino un mundo sin esos ojos tuyos tan brillantes... ¿quién o qué
iluminaría entonces mi camino? Tampoco me veo alejada de tu sonrisa, más
preciosa que cualquier gigantesca nebulosa del eterno universo.
Me he dignado al fin alzarme de la cama y he ido
a desayunar. No tengo costumbre de hacerlo, pero tú quieres que lo haga y,
aunque tú no lo sepas y nunca lo vayas a saber, me gusta seguir tus consejos.
Me he puesto a estudiar un poco, o más bien lo he intentado, también porque tú
me lo has pedido alguna vez. Ambos sabemos que no se me da nada bien esto... No
todo el mundo está hecho para todo, y yo no soy tan lista como tú; ni tan
insistente...
Luego he hecho lo de siempre: primero te he
echado de menos; luego te he odiado por no echarme tú a mí de menos y he dejado
de echarte de menos; seguidamente me he odiado a mí misma por odiarte y dejar
de echarte de menos; y por último he echado de menos echarte de menos.
Se ha hecho la hora de la comida; así que he
preparado la comida, he puesto la mesa y he comido desganada, con la mirada
perdida y rostro melancólico, pensando en ti. Eres tan adorable cuando no dejas
de comer y comer y comer... dan ganas de achucharte con solo observarte.
Después de comer me he encerrado en el baño a
llorar y a gritar de rabia en silencio por no poder estar a tu lado; por no
haber podido, quizá, comer contigo; por no haber podido prepararte la comida.
Por la tarde me he encerrado en mi cuarto, me he
tumbado en la cama y no he hecho nada, absolutamente nada. He cogido el móvil y
he pensado en enviarte un mensaje, pero no lo he hecho porque sabía que no
contestarías... Por lo tanto, he seguido encerrada en mi habitación, tumbada
entre las mantas de mi cama y sin hacer nada, absolutamente nada, más que pensar
en ti, imaginar que respondías a un hipotético mensaje que yo te enviaba e
imaginar que me amabas la octava parte de lo que te amo yo, que ya es decir...
Sin darme cuenta, se ha hecho la hora de cenar;
así que he preparado la cena, he puesto la mesa y he cenado también desganada,
con la mirada perdida en tu rostro perfectamente dibujado en mi mente y con un
molesto nudo en la garganta.
Después de cenar me he encerrado en el baño a
reflexionar un poco acerca de esta obsesión, probablemente insana, que tengo
contigo. Me he dado cuenta de que quizá el problema sea que necesito tener a
alguien a quien poder describir en mis narraciones y de quien esconder dichas
narraciones. O quizá no me he dado cuenta de nada y lo único que ocurre es que
te quiero con locura.
Y ya finalmente me he vuelto a encerrar en mi
cuarto y he cogido esa pequeña libreta verde llena de tristes garabatos que
guardo en el cajón de mi ropa interior y, con un viejo lápiz que hacía ya
tiempo que no usaba, he intentado escribirte, pero no se me ocurría nada, así
que me he puesto a pensar en todo lo que he estado haciendo a lo largo del día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario