Miro el reloj de mi muñeca y veo que es la hora
de siempre, la misma hora a la que llego todos los días a la parada del
autobús. Mi alma se desploma y yo ya no sé qué hacer, no sé si reír por lo poco
que me queda o llorar porque no estás aquí para verlo. El viento me sopla en la
cara y me despeina. Hace calor, pero hace mucho frío. Las copas de los árboles
están repletas de flores rosas y blancas, ¡como si fuera primavera...! Bueno,
hay un árbol que no tiene flores, que solo tiene ramas secas y unas pocas hojas
a punto de desplomarse, como mi alma... Sí, si levanto suave y lentamente la
cabeza, puedo verlo con claridad.
Alzo mi brazo izquierdo para agarrarme a la rama
más cercana y me sujeto. La madera con forma de árbol está ahí para eso, al fin
y al cabo, para sujetarme, para no dejarme caer; si no fuera así, tendría
flores blancas y rosas como los demás cerezos, ¿no?
Los arbotantes también tienen la función de
sujetarme, estos empujando mi espalda, para no dejarme caer. Apoyan su pie en
el suelo junto con sus respectivos contrafuertes, pues al parecer mi espíritu
pesa tanto que hace que mi cuerpo pese también más de lo que debería. Aprietan
mi espalda con fuerza y me hacen pensar en tus abrazos, en esos tan largos que
me dabas todas las noches en tu cama. Se dibuja una especie de línea curva
hacia abajo en mis labios. Recuerdo que tus abrazos me dibujaban líneas de ese
estilo todos los días.
La línea roja se desfigura de repente por culpa
del agua que cae sin previo aviso. Se me nubla la vista y, con ella, el bello
recuerdo de tus fuertes brazos. ¡Menos mal que tengo los arbotantes! Estos se
llevan despreocupadamente el agua de lluvia por medio de las gárgolas. Baja de
mis ojos con calma, rodea mis pálidas mejillas, desdibuja mi sonrisa, recorre
todo mi cuello, llega a mis sobresalientes clavículas y entonces desaparece sin
dejar rastro y no la vuelvo a ver (como todo, quizá).
Ya basta. Mi alma solo se está desmoronando, como
siempre sobre estas horas. Miro al cielo con los ojos entrecerrados y la
mandíbula medio apretada; intento contemplar directamente el sol, pero desvío
la mirada hacia las nubes iluminadas por el astro diurno. Pienso que ojalá la
brillante luz me haga pensar en otra cosa, en algo en lo que jamás haya pensado
nunca, algo que no sea otorgarle estúpidas propiedades a una brillante luz. Al
parecer, pensar en algo ajeno al motivo por el que se desploma mi alma permite
quitarme un peso de encima, permite aligerar la carga, permite aligerar los
muros. Ahora el muro se ve de un color más natural, las paredes de mi mente
vuelven a tener el tono de siempre, ahora los pilares de mi espíritu tienen el
brillo que necesitan.
Me izo un poco con la ayuda de una cuerda
invisible (como todo, quizá) y dejo de apoyarme en los arbotantes.
Suelto la
rama y bajo mi brazo izquierdo. Llega el autobús a la misma hora de
siempre y frena al ver mi señal. Ya no se desploma mi alma, como siempre
sobre
estas horas.
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