domingo, 18 de mayo de 2014

Historia del Arte

Miro el reloj de mi muñeca y veo que es la hora de siempre, la misma hora a la que llego todos los días a la parada del autobús. Mi alma se desploma y yo ya no sé qué hacer, no sé si reír por lo poco que me queda o llorar porque no estás aquí para verlo. El viento me sopla en la cara y me despeina. Hace calor, pero hace mucho frío. Las copas de los árboles están repletas de flores rosas y blancas, ¡como si fuera primavera...! Bueno, hay un árbol que no tiene flores, que solo tiene ramas secas y unas pocas hojas a punto de desplomarse, como mi alma... Sí, si levanto suave y lentamente la cabeza, puedo verlo con claridad.

Alzo mi brazo izquierdo para agarrarme a la rama más cercana y me sujeto. La madera con forma de árbol está ahí para eso, al fin y al cabo, para sujetarme, para no dejarme caer; si no fuera así, tendría flores blancas y rosas como los demás cerezos, ¿no?

Los arbotantes también tienen la función de sujetarme, estos empujando mi espalda, para no dejarme caer. Apoyan su pie en el suelo junto con sus respectivos contrafuertes, pues al parecer mi espíritu pesa tanto que hace que mi cuerpo pese también más de lo que debería. Aprietan mi espalda con fuerza y me hacen pensar en tus abrazos, en esos tan largos que me dabas todas las noches en tu cama. Se dibuja una especie de línea curva hacia abajo en mis labios. Recuerdo que tus abrazos me dibujaban líneas de ese estilo todos los días.

La línea roja se desfigura de repente por culpa del agua que cae sin previo aviso. Se me nubla la vista y, con ella, el bello recuerdo de tus fuertes brazos. ¡Menos mal que tengo los arbotantes! Estos se llevan despreocupadamente el agua de lluvia por medio de las gárgolas. Baja de mis ojos con calma, rodea mis pálidas mejillas, desdibuja mi sonrisa, recorre todo mi cuello, llega a mis sobresalientes clavículas y entonces desaparece sin dejar rastro y no la vuelvo a ver (como todo, quizá).

Ya basta. Mi alma solo se está desmoronando, como siempre sobre estas horas. Miro al cielo con los ojos entrecerrados y la mandíbula medio apretada; intento contemplar directamente el sol, pero desvío la mirada hacia las nubes iluminadas por el astro diurno. Pienso que ojalá la brillante luz me haga pensar en otra cosa, en algo en lo que jamás haya pensado nunca, algo que no sea otorgarle estúpidas propiedades a una brillante luz. Al parecer, pensar en algo ajeno al motivo por el que se desploma mi alma permite quitarme un peso de encima, permite aligerar la carga, permite aligerar los muros. Ahora el muro se ve de un color más natural, las paredes de mi mente vuelven a tener el tono de siempre, ahora los pilares de mi espíritu tienen el brillo que necesitan.

Me izo un poco con la ayuda de una cuerda invisible (como todo, quizá) y dejo de apoyarme en los arbotantes. Suelto la rama y bajo mi brazo izquierdo. Llega el autobús a la misma hora de siempre y frena al ver mi señal. Ya no se desploma mi alma, como siempre sobre estas horas.

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