jueves, 1 de mayo de 2014

«Uitarum mercator»

Supongo que pensaba que al final no iba a pasar nada y por eso fue. Por eso y porque estaba deseosa de que ocurriera algo, claro.

No estaba muy acostumbrada a ello, pero esa noche se puso un vestido bastante ceñido al cuerpo, no muy corto (unos cinco centímetros por encima de las rodillas) y con un escote redondeado bastante discreto. Los tirantes eran gruesos, así que no se notaba la llamativa diferencia de color con los del sujetador (azul eléctrico y verde manzana). Los zapatos, a los que tampoco estaba muy habituada, hacían juego con el vestido; bueno, en realidad combinaban con casi cualquier cosa (el negro le va a todo, sobre todo en unos zapatos de punta ligeramente redondeada y un tacón un poco grueso de unos tres centímetros de alto).

Había intentado plancharse el pelo; pero, como nunca conseguía alisárselo bien del todo, al final se había decantado por recogérselo con un moño sencillo (de estos que se sujetan con un par de horquillas). También había intentado maquillarse; pero, a pesar de pasarse horas y horas mirando tutoriales en Internet, al final tan solo se pintó de rosa claro los labios (un rosa que, por cierto, combinaba muy bien con el azul del vestido).

La pobre se estaba agobiando y su cita no aparecía. Se estaba poniendo muy nerviosa y empezaba a tener calor por culpa de las medias color carne, claras y sin brillo, que se había puesto (se había inventado, ya hacía muchísimo tiempo, no sé qué historia de que sus piernas no eran bonitas, o algo así). Y mietras se torturaba a sí misma pensando que le habrían dado plantón, oyó el feroz rugido de un coche y, entrecerrando los ojos e inclinando ligeramente su cuerpo hacia delante con la mandíbula apretada, lo vio aproximarse hacia donde ella se encontraba. Parecía un coche negro; pero, entre que era de noche y que la única luz artificial que llegaba al pequeño descampado era la de las farolas del puente que había sobre ellos, ¿quién sabe si en realidad era amarillo?

Se paró el motor y se creó un silencio incómodo (al menos para la joven) que duró unos veinte segundos en el mundo real y unos veinte lustros en su mundo interior y en el que absolutamente nadie salió del coche y absolutamente nadie hizo ningún ruido.

Tragó saliva nerviosa y al fin vio cómo alguien abría una de las puertas. No lo veía muy bien por culpa de la falta de luz, pero apreciaba que era alto y muy apuesto. Lo que sí vio es que su cita misteriosa también había acudido bastante discreta: con un traje austero hecho a medida y de color negro y unos zapatos del mismo tono. No llevaba corbata, lo cual le resultó extraño, ya que se lo imaginaba con corbata; pero de esta manera ella estaba más tranquila, porque los hombres con corbata la atormentaban mucho. Aun así, la estaba poniendo realmente nerviosa: ahí plantado, al lado del coche, mirándola fijamente, serio, pensativo, como observa el comprador la mercancía atentamente para decidir si vale o no la pena comprar. Y para colmo estaba el chófer (con corbata, este sí), que también la miraba fijamente desde dentro del vehículo.

Comenzó a entrarle un poco de frío; así que se quitó un momento el bolso, negro como el carbón, y lo sujetó con las rodillas; cogió la chaqueta también negra que tenía apoyada a su lado derecho y se la puso, dejando así ver el maletín marrón que había portado consigo y que guardaba con mucho recelo.

Su misterioso hombre trajeado y sin corbata comenzó a acercársele con pasos cortos y pausados, como si quisiera dramatizar aún más su llegada, como sacado de un culebrón sudamericano. Y la pobre se estaba poniendo más nerviosa si cabe; y no sabía si gritar y huir corriendo o reírse de él. Pero no quería que se hiciera una idea equivocada y pensara que ya no quería hablar con él (no, no era exactamente así: sí quería que se hiciera una idea equivocada, pero para que creyera que aún quería hablar con él). Lo cierto es que tanto tiempo a la sombra, sin que nadie se fijara en ella para absolutamente nada, le habían pasado factura y ahora, claro, estaba totalmente desesperada; hasta el punto de quedar con un completo desconocido del cual solo sabía su nombre de usuario en el chat en el que lo había conocido por casualidad: ui743m3rk470r_XXI.

Pero esta era su gran oportunidad, al fin el mundo entero contemplaría a la verdadera Marga. Las mujeres la adorarían por su tremendo éxito y soñarían deseosas ser como ella. Los hombres intentarían en vano huir de sus encantos para procurar difícilmente seguir siendo fieles a sus esposas. Los niños tendrían prohibido acercarse a ella y la mirarían con terror, curiosidad y admiracón al mismo tiempo. Sería como una deidad femenina. Una mezcla entre Atenea, Hera y Afrodita. Sería alguien.

Y mientras seguía alucinando y emocionándose ella sola, el chico llegó hasta donde estaba y, con un dulcísimo «hola», la sobresaltó. Era aún más guapo de lo que había imaginado. Tenía unos ojos verde esmeralda que brillaban mucho, unos cabellos no muy cortos rubios como el oro, una piel muy clara y de aspecto suave y una encantadora sonrisa muy jovial. Desde luego, a la muchacha no le habría importado en absoluto que la sorprendiera babeando por él, pero tenía que guardar la compostura (o sacarla, más bien, para que él la viera, no sé).

Se produjo otro silencio incómodo (este más breve que el anterior, pero más aterrador). Marga prefería seguir soñando, pero no podía ser.

Tienes algo para mí –se dignó decir al fin para romper el silencio. 

Tú también.
 
Se miraron entonces como se miran el chico y la chica protagonistas de las comedias románticas de adolescentes estadounidenses: con los ojos enteramente brillantes, a cámara lenta y con una enorme sonrisa en la cara. También, como en las películas, miraron a la vez hacia el mismo lado sin dejar de sonreír y volvieron a mirarse para acabar con una pequeña y adorable carcajada al unísono que no parecía tener fin.

Pero tuvo fin, ya que debía tener fin si querían seguir con aquello. Ellos habían quedado para algo. ui743m3rk470r_XXI y ainid_1UP tenían aún un asunto pendiente. Tenían aún un trato que cumplir.

Se presentó como Partcorpor (nombre extranjero, seguramente falso, cuya te y segunda erre no se pronunciaban y cuya acentuación era esdrújula: /párkopor/). Hablaron acerca de lo poco que les gustaba andar por la calle escuchando música con los auriculares puestos, lo mucho que les desagradaba el helado de vainilla con virutas de chocolate y el asco que le tenían al color morado. Comprobaron en seguida lo bien que encajaban y comprendieron por qué habían acabado los dos allí. Juntos. Conectando.

Mientras tanto, el chófer seguía mirando; y el chico se acordó de que le había prometido no demorarse mucho (el conductor, como parece ser normal, también tenía un hogar y una familia a la que visitar muy de vez en cuando). Así que tosió un par de veces para quitarse ese picor que probablemente no le había entrado en la garganta y le dio a Marga el maletín negro que había traído consigo. Ella, con los nervios otra vez en el cuerpo, hizo lo propio y se sonrieron, esta vez secamente, una última vez.

Partcorpor abrió el maletín para contar el dinero, dio media vuelta y fue directo al coche; no sin antes, claro está, darle una tarjeta a la joven y pedirle, amable pero seriamente, que no volviera jamás a ponerse en contacto con él.

Después de ver el coche alejarse, subió hasta el puente y fue en dirección norte hasta llegar a la primera parada de autobuses que encontró (justo enfrente de en la que se había apeado horas atrás). Como era muy tarde, no había nadie en la calle, al igual que había muy poco tráfico y pasaban muy pocos autobuses; así que leyó la tarjeta y vio  escrito el nombre y el número de contacto de una clínica clandestina y, muy posiblemente, de pago, en la que hacían las operaciones que las otras clínicas no hacían. Seguidamente abrió por fin el maletín y comprobó que ahí dentro se encontraba su pedido; aquello por lo que muchas mujeres la envidiarían porque también querrían tenerlo; aquello cuya resistencia al dolor por ser utilizado muchos hombres se sentirían tentados a probar; aquello por lo que los niños tendrían pesadillas por culpa de los padres sobreprotectores. Vio su nuevo corazón: un corazón latente más duro que el diamante y totalmente irrompible. Un corazón que la haría no sentir dolor jamás de los jamases, ya fuera por falta de amor, de amistad, o problemas de salud física como los cardiorrespiratorios.


Sacó su móvil del bolso y llamó al número de la tarjeta.

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