La verdad es que nunca antes había deseado la muerte de alguien. Quizá el dolor, el
sufrimiento, la tristeza, la agonía... pero jamás algo tan grande como
una muerte. Nunca antes había sentido la necesidad de mirar a una
persona y pensar en las más de mil posibilidades que tenía de caer en
las garras de la muerte para no volver jamás al mundo de los vivos.
No obstante, la miraba fijamente y no era capaz de pensar en otra
cosa que no fuera en que ojalá muriera y dejara ya de joderme la vida.
Pensaba en que quizá podría volverse loca de no dormir y rajarse las
venas llorando en la madrugada. La imaginaba siendo brutalmente atropellada
por un coche descapotable que sobrepasaba altamente la velocidad
permitida. La veía atiborrándose de pastillas
para dormir de manera permanente. La dibujaba rota en mil pedazos tras pasar en el momento
justo al lado de un coche bomba (la pobre era algo oportuna). Incluso
tenía la absurda teoría de que un francotirador la estaba persiguiendo
para terminar con su patética existencia.
Y ella me miraba sin más, sin poder decir palabra. Sabía lo que
pensaba. Me miraba con los puños y la mandíbula apretados de la rabia,
sus ojos verdes inundados en lágrimas, su pecho arriba y abajo de manera
acelerada a causa de su respiración, su garganta temblorosa, su media
melena castaña mal recogida con una enorme pinza y un pijama blanco de
lunares de distintos tonos de azul. Parecía que estuviera a punto de
cumplir mi deseo, parecía que lo deseara también. Parecía que quisiera
dejar de joderme la vida, de jodérsela a los demás, de jodérsela a ella
misma. Parecía a punto de romper el espejo.
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