lunes, 7 de julio de 2014

«Mors aequo pulsat pede»

La verdad es que nunca antes había deseado la muerte de alguien. Quizá el dolor, el sufrimiento, la tristeza, la agonía... pero jamás algo tan grande como una muerte. Nunca antes había sentido la necesidad de mirar a una persona y pensar en las más de mil posibilidades que tenía de caer en las garras de la muerte para no volver jamás al mundo de los vivos.

No obstante, la miraba fijamente y no era capaz de pensar en otra cosa que no fuera en que ojalá muriera y dejara ya de joderme la vida. Pensaba en que quizá podría volverse loca de no dormir y rajarse las venas llorando en la madrugada. La imaginaba siendo brutalmente atropellada por un coche descapotable que sobrepasaba altamente la velocidad permitida. La veía atiborrándose de pastillas para dormir de manera permanente. La dibujaba rota en mil pedazos tras pasar en el momento justo al lado de un coche bomba (la pobre era algo oportuna). Incluso tenía la absurda teoría de que un francotirador la estaba persiguiendo para terminar con su patética existencia.

Y ella me miraba sin más, sin poder decir palabra. Sabía lo que pensaba. Me miraba con los puños y la mandíbula apretados de la rabia, sus ojos verdes inundados en lágrimas, su pecho arriba y abajo de manera acelerada a causa de su respiración, su garganta temblorosa, su media melena castaña mal recogida con una enorme pinza y un pijama blanco de lunares de distintos tonos de azul. Parecía que estuviera a punto de cumplir mi deseo, parecía que lo deseara también. Parecía que quisiera dejar de joderme la vida, de jodérsela a los demás, de jodérsela a ella misma. Parecía a punto de romper el espejo.

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