Nunca me ha gustado depender de nadie, y mucho
menos de alguien a quien quiero tanto, pero al parecer soy incapaz de dar un
paso sin pensar que me lo voy a encontrar a la vuelta de la esquina, de abrir
una puerta sin imaginármelo con los brazos abiertos y una sonrisa triste al
otro lado del umbral, de empezar una botella de Lambrusco sin creer que va a
traer él las copas (a pesar de que él no beba)...
Se podría decir que me gusta pensar en él, de tanto
que lo hago; como a quien le gustan las almendras saladas y lo demuestra
comiéndolas a todas horas. Se podría decir que es como una afición más para mí;
como jugar al Solitario, dar vueltas en la cama o escribir. Se podría decir que
es mi oficio; como el de ser persona, mujer o mala estudiante.
Y la verdad es que pienso en él a todas horas. No
solo cuando me muevo de un lado a otro sin hacer caso a las recomendaciones
para respirar bien de la clase de pilates o cuando me bebo sola una botella de
vodka mezclado con mis lágrimas sobre la cama; sino también cuando, por
ejemplo, contemplo seriamente la disposición de las cartas que están colocadas
boca arriba sobre el fondo verde que ocupa casi la mitad de la pantalla del
ordenador.
Pienso en él en el desayuno, en la comida y en la
cena. Lo pienso desnudo, abrigado y en bañador. Comiendo, durmiendo, bebiendo
alcohol, llorando, riéndose de mí, abrazándome, follándome, follándose a otras,
más delgado, más gordo, dándome clases de griego clásico, mirándome a ras de la
mesa apoyando su barbilla sobre sus antebrazos mientras hago como que estudio,
molestándome mientras juego al Animal Crossing, pensando en mí.
Él me piensa casi tanto como yo. Al parecer también
se sabe mi número de teléfono y me añade de vez en cuando a sus contactos para
poder ver mi última conexión de WhatsApp. Me escribe y borra lo escrito nada
más verme en línea. Piensa que ojalá lo haya visto escribiendo y piensa que
ojalá no lo haya llegado a ver. Escribe sobre todo espacios, para no enviarme
sin querer nada de lo que se pueda arrepentir (porque, al parecer, si solo
colocas espacios, sale que estás escribiendo, pero no te aparece la opción de
enviar el texto).
A él también le gustan mis fotos. Las mira siempre
que puede meterse en el ordenador (que son muy pocas veces, por cierto) y sonríe
como cuando nos abrazábamos en los baños públicos. También llora por no estar
abrazándome y le entra frío por el mismo motivo. Ni siquiera necesita mirar mis
fotos, me recuerda a la perfección; recuerda mi cabello trenzado y mis uñas
pintadas de rosa, mis camisetas ajustadas y mis pantalones extremadamente
cortos, mi boca muda y mis ojos mirando a otra parte.
No sabe que yo también pienso en él (algo evidente,
de hecho) y se pasa el día tumbado en la cama. No sale. No habla. No escucha.
Pero sí respira. Y llora. Demasiado. Las dos cosas. Tampoco sabe que aún le
quiero y se pasa el día deseando que lo quiera. Que ojalá sienta lo mismo. Que
llore lo mismo. O que no llore, pero que sí eche de menos los días en los que
nos amábamos delante de todos. Ojalá quiera que volvamos a juntar nuestras
manos, nuestras piernas, nuestros cuellos, nuestras bocas. Ojalá nos besemos
otra vez. Y otra. Y otra. Y ojalá lloremos juntos por tonterías. Y riamos
también por tonterías. Y por cosas serias. Que ojalá estemos juntos para
siempre. Que quiera que pasemos esta vida juntos. Y la siguiente vida. Y la
siguiente. Y la otra y la otra. También. Por supuesto. Que ojalá me piense, no
solo en mi cabeza, sino también en la realidad.
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