sábado, 27 de septiembre de 2014

Depender de un «ojalá»

Nunca me ha gustado depender de nadie, y mucho menos de alguien a quien quiero tanto, pero al parecer soy incapaz de dar un paso sin pensar que me lo voy a encontrar a la vuelta de la esquina, de abrir una puerta sin imaginármelo con los brazos abiertos y una sonrisa triste al otro lado del umbral, de empezar una botella de Lambrusco sin creer que va a traer él las copas (a pesar de que él no beba)...

Se podría decir que me gusta pensar en él, de tanto que lo hago; como a quien le gustan las almendras saladas y lo demuestra comiéndolas a todas horas. Se podría decir que es como una afición más para mí; como jugar al Solitario, dar vueltas en la cama o escribir. Se podría decir que es mi oficio; como el de ser persona, mujer o mala estudiante.

Y la verdad es que pienso en él a todas horas. No solo cuando me muevo de un lado a otro sin hacer caso a las recomendaciones para respirar bien de la clase de pilates o cuando me bebo sola una botella de vodka mezclado con mis lágrimas sobre la cama; sino también cuando, por ejemplo, contemplo seriamente la disposición de las cartas que están colocadas boca arriba sobre el fondo verde que ocupa casi la mitad de la pantalla del ordenador.

Pienso en él en el desayuno, en la comida y en la cena. Lo pienso desnudo, abrigado y en bañador. Comiendo, durmiendo, bebiendo alcohol, llorando, riéndose de mí, abrazándome, follándome, follándose a otras, más delgado, más gordo, dándome clases de griego clásico, mirándome a ras de la mesa apoyando su barbilla sobre sus antebrazos mientras hago como que estudio, molestándome mientras juego al Animal Crossing, pensando en mí.

Él me piensa casi tanto como yo. Al parecer también se sabe mi número de teléfono y me añade de vez en cuando a sus contactos para poder ver mi última conexión de WhatsApp. Me escribe y borra lo escrito nada más verme en línea. Piensa que ojalá lo haya visto escribiendo y piensa que ojalá no lo haya llegado a ver. Escribe sobre todo espacios, para no enviarme sin querer nada de lo que se pueda arrepentir (porque, al parecer, si solo colocas espacios, sale que estás escribiendo, pero no te aparece la opción de enviar el texto).

A él también le gustan mis fotos. Las mira siempre que puede meterse en el ordenador (que son muy pocas veces, por cierto) y sonríe como cuando nos abrazábamos en los baños públicos. También llora por no estar abrazándome y le entra frío por el mismo motivo. Ni siquiera necesita mirar mis fotos, me recuerda a la perfección; recuerda mi cabello trenzado y mis uñas pintadas de rosa, mis camisetas ajustadas y mis pantalones extremadamente cortos, mi boca muda y mis ojos mirando a otra parte.

No sabe que yo también pienso en él (algo evidente, de hecho) y se pasa el día tumbado en la cama. No sale. No habla. No escucha. Pero sí respira. Y llora. Demasiado. Las dos cosas. Tampoco sabe que aún le quiero y se pasa el día deseando que lo quiera. Que ojalá sienta lo mismo. Que llore lo mismo. O que no llore, pero que sí eche de menos los días en los que nos amábamos delante de todos. Ojalá quiera que volvamos a juntar nuestras manos, nuestras piernas, nuestros cuellos, nuestras bocas. Ojalá nos besemos otra vez. Y otra. Y otra. Y ojalá lloremos juntos por tonterías. Y riamos también por tonterías. Y por cosas serias. Que ojalá estemos juntos para siempre. Que quiera que pasemos esta vida juntos. Y la siguiente vida. Y la siguiente. Y la otra y la otra. También. Por supuesto. Que ojalá me piense, no solo en mi cabeza, sino también en la realidad.

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