viernes, 19 de septiembre de 2014

Música, maestro

Corría el año 1936 y yo era nueva en la ciudad. Al principio me gustaba pasear por las calles para verlo todo y encontrar sitios nuevos en los que profundizar al día siguiente; pero poco a poco aprendí a entrar siempre sobre la misma hora al mismo bar y sentarme en la misma mesa del fondo en la que apenas llegaba la luz.

Tomaba siempre el mismo Martini seco que me terminaba en 19 minutos y 8 segundos y siempre escuchaba las mismas canciones (bueno, el mismo tipo de música, que por aquel entonces aún me sonaba a ruido sin sentido).

En 1939 ya me sabía todas las melodías de memoria (de vez en cuando las repetían, pues el músico era el mismo de siempre); pero, por contra, olvidé lo que costaba el cóctel porque ya no lo pagaba yo, sino él.

Aún en 1939 y antes de dejar de pagar la bebida, me empecé a fijar en sus manos. En cómo le daba vueltas a su copa y en cómo jugaba con sus dedos sobre el filo del vaso de cristal. Siempre se tomaba un whisky antes de salir a tocar y siempre cantaba sobre la sensualidad del alcohol (que era mujer).

Cantaba con una voz entre dulce y amarga, llena de placer y dolor al mismo tiempo. Tenía una de esas voces que te ponen la piel de gallina y te hacen morderte el labio inferior mientras acercas inconscientemente tus manos hacia tus muslos. Incluso cuando no me susurraba al oído, incluso cuando el público no era solo yo.

Tenía unos dedos de pianista con los que sabía perfectamente qué teclas de mi cuerpo tocar para componer una bonita melodía que sonara por todo el vecindario sin que nadie tuviera el valor de quejarse. De lo bien que tocaba. De lo bien que me tocaba.

También tocaba la guitarra. Y la batería. Y el bajo. Y el sexo lo hacía tan bien que me consideraba su instrumento favorito. De lo mucho que me tocaba y me componía. Porque además componía, no se lo daban todo hecho. Él tenía que esforzarse mucho por agradar a un público cada vez más difícil y a una mujer cada vez más inquisidora, y ninguno le daba otra pista que no fuera la de gritar de euforia o resoplar de resignación (el público nunca resopló de resignación).

Cada vez bebía menos y tocaba más. Ya no era su instrumento favorito, aquel que tocaba por puro placer. Ahora era su copa de whisky, aquella que tocaba justo antes de salir al escenario del mismo sombrío y ajado bar; esa copa de whisky con la que jugueteaba mucho y casi sin mirarla, inconscientemente; esa copa de whisky que se bebía de un solo trago y sin saborearla.

Las canciones ya no hablaban de la sensualidad del alcohol (que era mujer), sino de la de una mujer, de su mujer, de mí (que era alcohol). Su voz ya no me ponía los pelos de punta, sino que me desgarraba por dentro. Su voz tenía ahora el don de transmitir la amargura, pero se quedaba para sí el placer.

El Martini cada vez era más dulce y la mesa en la que me sentaba cada vez estaba más iluminada. Al principio me gustaba la novedad y tener que acostumbrarme otra vez a algo, como cuando era nueva en la ciudad y me gustaba pasear por las calles para verlo todo y encontrar sitios nuevos en los que profundizar al día siguiente; pero poco a poco aprendí a echar de menos la costumbre y monotonía de entrar siempre sobre la misma hora al mismo bar y sentarme en la misma mesa del fondo en la que apenas llegaba la luz.

Allá por el 1940, el músico dejó de tocar y yo dejé de tomar Martini seco.

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