Corría el
año 1936 y yo era nueva en la ciudad. Al principio me gustaba pasear por las
calles para verlo todo y encontrar sitios nuevos en los que profundizar al día
siguiente; pero poco a poco aprendí a entrar siempre sobre la misma hora al
mismo bar y sentarme en la misma mesa del fondo en la que apenas llegaba la
luz.
Tomaba siempre
el mismo Martini seco que me terminaba en 19 minutos y 8 segundos y siempre
escuchaba las mismas canciones (bueno, el mismo tipo de música, que por aquel
entonces aún me sonaba a ruido sin sentido).
En 1939 ya
me sabía todas las melodías de memoria (de vez en cuando las repetían, pues el
músico era el mismo de siempre); pero, por contra, olvidé lo que costaba el
cóctel porque ya no lo pagaba yo, sino él.
Aún en 1939
y antes de dejar de pagar la bebida, me empecé a fijar en sus manos. En cómo le
daba vueltas a su copa y en cómo jugaba con sus dedos sobre el filo del vaso de
cristal. Siempre se tomaba un whisky antes de salir a tocar y siempre cantaba
sobre la sensualidad del alcohol (que era mujer).
Cantaba con
una voz entre dulce y amarga, llena de placer y dolor al mismo tiempo. Tenía
una de esas voces que te ponen la piel de gallina y te hacen morderte el labio
inferior mientras acercas inconscientemente tus manos hacia tus muslos. Incluso
cuando no me susurraba al oído, incluso cuando el público no era solo yo.
Tenía unos
dedos de pianista con los que sabía perfectamente qué teclas de mi cuerpo tocar
para componer una bonita melodía que sonara por todo el vecindario sin que
nadie tuviera el valor de quejarse. De lo bien que tocaba. De lo bien que me tocaba.
También
tocaba la guitarra. Y la batería. Y el bajo. Y el sexo lo hacía tan bien que me
consideraba su instrumento favorito. De lo mucho que me tocaba y me componía.
Porque además componía, no se lo daban todo hecho. Él tenía que esforzarse
mucho por agradar a un público cada vez más difícil y a una mujer cada vez más
inquisidora, y ninguno le daba otra pista que no fuera la de gritar de euforia
o resoplar de resignación (el público nunca resopló de resignación).
Cada vez
bebía menos y tocaba más. Ya no era su instrumento favorito, aquel que tocaba
por puro placer. Ahora era su copa de whisky, aquella que tocaba justo antes de
salir al escenario del mismo sombrío y ajado bar; esa copa de whisky con la que
jugueteaba mucho y casi sin mirarla, inconscientemente; esa copa de whisky que
se bebía de un solo trago y sin saborearla.
Las
canciones ya no hablaban de la sensualidad del alcohol (que era mujer), sino de
la de una mujer, de su mujer, de mí (que era alcohol). Su voz ya no me
ponía los pelos de punta, sino que me desgarraba por dentro. Su voz tenía ahora
el don de transmitir la amargura, pero se quedaba para sí el placer.
El Martini
cada vez era más dulce y la mesa en la que me sentaba cada vez estaba más
iluminada. Al principio me gustaba la novedad y tener que acostumbrarme otra
vez a algo, como cuando era nueva en la ciudad y me gustaba pasear por las
calles para verlo todo y encontrar sitios nuevos en los que profundizar al día
siguiente; pero poco a poco aprendí a echar de menos la costumbre y monotonía
de entrar siempre sobre la misma hora al mismo bar y sentarme en la misma mesa
del fondo en la que apenas llegaba la luz.
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