Hay una mujer joven de unos veinte años, sentada en
frente de un ordenador portátil que pide que le presten atención. Pero
la mujer joven de unos veinte años sólo mira su libreta roja de cuadros y
su bolígrafo naranja de tinta azul. Los mira fijamente, como esperando
tener poderes telequinésicos y hacer que se muevan solos.
Los
brazos pegados al cuerpo. Las manos sobre su regazo, paralelas a la
superficie de la mesa, perpendiculares al respaldo de la silla. Espalda
recta y mirada fija. Sonrisa en horizontal, ligeramente curvada hacia
arriba. Mandíbula apretada (esto no se ve, pero se deduce).
Probablemente
piensa en algo. En alguien. Probablemente piensa en escribirle algo a
alguien, pero no se atreve, no sabe cómo empezar.
«Puedes
empezar por el principio», se dice. «¡Qué tontería!», se dice. «¿Qué
principio?», se pregunta. «A saber...», se responde en voz alta. Y mira
automáticamente al frente, para asegurarse de que sigue sola, de que
nadie la ha oído pensar. Y piensa, probablemente, lo extraño que sería
estar ahí, frente a ella, observándola detenidamente y describiéndola
con un bolígrafo naranja de tinta azul sobre una libreta roja de
cuadros, escribiendo acerca de una mujer joven de unos veinte años que,
al contrario que ella, no encuentra nada de lo que escribir.
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