El carpesano amarillo cada vez está más lleno. De tonterías sin sentido,
sí, pero lleno. A su lado hay un bolígrafo negro. No me gusta mucho el
negro para escribir, pero al menos tiene tinta. También están los
auriculares azules con sus cables enrollados por encima de la mesa y el
ratón negro. Y el móvil que no suena porque está en silencio y está en
silencio porque de todas formas no iba a sonar. Luego hay papeles que
sirven de borradores, un montón de CDs que ya no se escuchan y folios en
blanco. Y libros ajados y un montón de bolígrafos que no rayan y un
teléfono que casi nadie usa y una impresora que hace mucho ruido y un
ordenador que va lento y se raya, no como los bolígrafos de antes.
La vida es una mierda. La vida es una puta mierda.
En la pantalla del ordenador hay abierto un documento Word que aún no
está terminado y que ojalá no se termine nunca porque ojalá la escritora
se muera antes de poder hacerlo. Habla de muchas cosas en general y
otras muchas en particular. Habla de Mmmmm,
a quien no quiere nombrar y por eso tacha su nombre, y habla de sí
misma, cuyo nombre también tacharía si se le ocurriera ahora escribirlo.
Ojalá se me caiga el techo en estos momentos en los que aún es posible
quitar lo tachado y se lea perfectamente el nombre del asesino.
Hay cables por todas partes, pero no podría electrocutarse con ninguno. Y
una estufa que ahora no necesita encender. Y un par de bicicletas
viejas y feas. Y un espejo en el que se ve reflejada la cara de perra
amargada que lleva a cuestas durante todo el día desde que nació.
El carpesano contiene cosas privadas, por cierto. Y este documento
también. Sobre todo este pequeño texto de escritura automática.
(A ver si se acaba el año de una puta vez).
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