lunes, 1 de diciembre de 2014

Amarillo auto

No es que sea lunes, es que, generalmente, mi vida es una mierda.

Siempre llego tarde a todas partes excepto cuando no me apetece ir, que es casi siempre porque nunca me apetece salir; ni de casa ni de la cama. Vaya donde vaya hace frío y todo el mundo que se percata de mi presencia se aleja de mí (la parte positiva es que suelen ser pocos). No sé cómo lo hago, pero, cuando llego, absolutamente siempre, sea la hora que sea, acaba de pasar el autobús, se retrasa el metro o el semáforo acaba de ponerse en rojo.
Entonces admiro la velocidad a la que van los vehículos que se aproximan por mi izquierda y me planteo cruzar al otro lado. No porque crea que existe la posibilidad de que llegue a la otra acera antes de que se acerquen siquiera los coches al paso de cebra, sino porque tengo prisa.
En mi odisea de cruzar las líneas paralelas blancas sobre fondo negro pueden ocurrir muchas cosas, dependiendo de la seguridad de mis pasos al frente y de la capacidad de reacción del conductor al volante del vehículo escogido al azar; pero solo me la juego para ver si gana la que más me gusta.
Como ya he dicho, admiro la velocidad a la que van los vehículos que se aproximan por mi izquierda para traspasar el paso de peatones, contemplo mi semáforo en rojo, respiro hondo, cierro los ojos y piso con mi pie derecho la plataforma. Doy otro paso con el izquierdo y, como el arcén es bastante estrecho, entro en la calzada llegando al carril de la derecha.
                Un par de pasos más y el conductor, que, o bien no me ha visto gracias a mi ya demostrada invisibilidad, o bien me ha visto pero no ha querido detenerse, o bien ha pisado el freno pero sin resultados positivos, me arrolla con su coche gris pirineos.
                Irónicamente, el parachoques impacta directamente con el lateral izquierdo de mi rodilla izquierda y la lleva hasta su derecha haciéndola impactar fuertemente contra el lateral izquierdo de mi rodilla derecha. Del golpe se levantan mis brazos, me voy de lado y se me abren la boca y los ojos en una mueca de tremendo dolor. Salgo volando por los aires y roto sin poder hacer nada por evitarlo. No sé cómo, me da tiempo a pensar en ti; y pienso también que, al menos, moriré en el acto. Terminaré cayendo al suelo unos metros más hacia delante haciendo que se me parta el cráneo, las costillas y quién sabe cuántos huesos más de mi cuerpo que ni yo misma conozco; pero la muerte será inminente.
Y ojalá, la verdad; pero no, sigo viva. Y mientras agonizo, veo cómo el coche gris pirineos huye despavorido de la escena del crimen. Y quizá no, quizá sea otro coche gris pirineos; lo cierto es que, antes de cruzar el paso de cebra con el semáforo en rojo y antes de decidir siquiera cruzarlo, no me paré a pensar en quién sería víctima de cometer un homicidio involuntario; el conductor y el coche fueron escogidos al azar.
                Se me acerca mucha gente (quizá también el conductor del coche gris pirineos que me ha matado), pero ya da igual porque estoy destrozada y escupo sangre por la boca y me duele todo el cuerpo. La muerte no ha sido inminente, pero es segura.
Por suerte “hay algún médico en la sala”. Se agacha a mi lado y hace todo lo posible por que no me muera en ese momento. De repente todo el mundo parece verme y quiere ayudarme a seguir viva para joderme todo lo posible y más de lo que ha jodido el mundo hasta la fecha. Me entran ganas de levantarme, meterme en el coche gris pirineos que sigue detenido en medio del paso de cebra y matarlos a todos; pero no me puedo ni mover. Hijos de puta.

O al menos es así como creo que habrían podido ocurrir los acontecimientos de no ser porque el gilipollas del conductor del coche gris pirineos me ve e intenta no atropellarme.
                Como ya he dicho antes, admiro la velocidad a la que van los vehículos que se aproximan por mi izquierda para traspasar el paso de peatones, contemplo mi semáforo en rojo, respiro hondo, cierro los ojos y piso con mi pie derecho la plataforma. Doy otro paso con el izquierdo y, como el arcén es bastante estrecho, entro en la calzada llegando al carril de la derecha.
                Todo va viento en popa, con mis puños y mandíbula relajados y mi cabello ondeando sobre los soplos de Eolo, hasta que oigo un fuerte ruido que hace que abra la boca y los ojos sobresaltada. De repente veo un montón de coches que echan humo y gente corriendo para ayudar a los que están dentro de los diferentes vehículos.
                Gracias a que el conductor ha decidido salvarme la vida esquivándome girando el volante para pasarse al carril de su izquierda, ha impactado contra otro coche y han ido chocándose todos. Nadie repara en mi presencia ni siquiera para darme un fuerte golpe en la cabeza (ya que no me han atropellado, ¡que hagan algo de utilidad conmigo!).
Me paro a analizar un poco más la situación y caigo en la cuenta de que no, que no ha dado volantazo alguno, que simplemente ha frenado. El que se ha pasado al carril de su izquierda ha sido el de atrás para no comerse el coche gris pirineos. Pero el resultado ha sido exactamente el mismo: sigo viva.

O al menos es así como creo que habría sido más probable que ocurriera todo de no ser porque algún gilipollas ha reparado en mi presencia y se ha dado cuenta de mis intenciones.
                Como ya he repetido antes, admiro la velocidad a la que van los vehículos que se aproximan por mi izquierda para traspasar el paso de peatones, contemplo mi semáforo en rojo, respiro hondo, cierro los ojos y piso con mi pie derecho la plataforma. Doy otro paso con el izquierdo y, como el arcén es bastante estrecho, entro en la calzada llegando al carril de la derecha.
                De repente y sin previo aviso noto una fuerza que me agarra del antebrazo izquierdo y me echa hacia atrás acompañada de un grito ahogado (ahogado en mi cabeza, claro, que solo pensaba en lo que podía pasar). No sé qué ocurre exactamente, pero contemplo cómo el coche gris pirineos pasa por delante de mí sin rozarme siquiera. El conductor me mira y pita. Dice algo, probablemente algún insulto o alguna interjección. Yo también me cago en sus muertos. En sus muertos y en los del subnormal que me ha salvado la vida.

O al menos es así como creo que habría ocurrido todo de no ser porque, al final, de tanto pensármelo, justo después de admirar la velocidad a la que iban los vehículos que se aproximaban por mi izquierda para traspasar el paso de peatones, contemplar mi semáforo en rojo, respirar hondo, cerrar los ojos y pisar con mi pie derecho la plataforma, el semáforo de peatones ha vuelto a ponerse en verde y mis prisas por morir no han tenido más remedio que disiparse. Otro día.

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