No es que sea lunes, es que, generalmente, mi vida es una mierda.
Siempre llego tarde a todas partes excepto cuando no me apetece ir, que
es casi siempre porque nunca me apetece salir; ni de casa ni de la cama.
Vaya donde vaya hace frío y todo el mundo que se percata de mi
presencia se aleja de mí (la parte positiva es que suelen ser pocos). No
sé cómo lo hago, pero, cuando llego, absolutamente siempre, sea la hora
que sea, acaba de pasar el autobús, se retrasa el metro o el semáforo
acaba de ponerse en rojo.
Entonces admiro la velocidad a la que van los vehículos que se aproximan
por mi izquierda y me planteo cruzar al otro lado. No porque crea que
existe la posibilidad de que llegue a la otra acera antes de que se
acerquen siquiera los coches al paso de cebra, sino porque tengo prisa.
En mi odisea de cruzar las líneas paralelas blancas sobre fondo negro
pueden ocurrir muchas cosas, dependiendo de la seguridad de mis pasos al
frente y de la capacidad de reacción del conductor al volante del
vehículo escogido al azar; pero solo me la juego para ver si gana la que
más me gusta.
Como ya he dicho, admiro la velocidad a la que van los vehículos que se
aproximan por mi izquierda para traspasar el paso de peatones, contemplo
mi semáforo en rojo, respiro hondo, cierro los ojos y piso con mi pie
derecho la plataforma. Doy otro paso con el izquierdo y, como el arcén
es bastante estrecho, entro en la calzada llegando al carril de la
derecha.
Un par de pasos
más y el conductor, que, o bien no me ha visto gracias a mi ya
demostrada invisibilidad, o bien me ha visto pero no ha querido
detenerse, o bien ha pisado el freno pero sin resultados positivos, me
arrolla con su coche gris pirineos.
Irónicamente, el
parachoques impacta directamente con el lateral izquierdo de mi rodilla
izquierda y la lleva hasta su derecha haciéndola impactar fuertemente
contra el lateral izquierdo de mi rodilla derecha. Del golpe se levantan
mis brazos, me voy de lado y se me abren la boca y los ojos en una
mueca de tremendo dolor. Salgo volando por los aires y roto sin poder
hacer nada por evitarlo. No sé cómo, me da tiempo a pensar en ti; y
pienso también que, al menos, moriré en el acto. Terminaré cayendo al
suelo unos metros más hacia delante haciendo que se me parta el cráneo,
las costillas y quién sabe cuántos huesos más de mi cuerpo que ni yo
misma conozco; pero la muerte será inminente.
Y ojalá, la verdad; pero no, sigo viva. Y mientras agonizo, veo cómo el
coche gris pirineos huye despavorido de la escena del crimen. Y quizá
no, quizá sea otro coche gris pirineos; lo cierto es que, antes de
cruzar el paso de cebra con el semáforo en rojo y antes de decidir
siquiera cruzarlo, no me paré a pensar en quién sería víctima de cometer
un homicidio involuntario; el conductor y el coche fueron escogidos al
azar.
Se me acerca
mucha gente (quizá también el conductor del coche gris pirineos que me
ha matado), pero ya da igual porque estoy destrozada y escupo sangre por
la boca y me duele todo el cuerpo. La muerte no ha sido inminente, pero
es segura.
Por suerte “hay algún médico en la sala”. Se agacha a mi lado y hace
todo lo posible por que no me muera en ese momento. De repente todo el
mundo parece verme y quiere ayudarme a seguir viva para joderme todo lo
posible y más de lo que ha jodido el mundo hasta la fecha. Me entran
ganas de levantarme, meterme en el coche gris pirineos que sigue
detenido en medio del paso de cebra y matarlos a todos; pero no me puedo
ni mover. Hijos de puta.
O al menos es así como creo que habrían podido ocurrir los
acontecimientos de no ser porque el gilipollas del conductor del coche
gris pirineos me ve e intenta no atropellarme.
Como ya he dicho
antes, admiro la velocidad a la que van los vehículos que se aproximan
por mi izquierda para traspasar el paso de peatones, contemplo mi
semáforo en rojo, respiro hondo, cierro los ojos y piso con mi pie
derecho la plataforma. Doy otro paso con el izquierdo y, como el arcén
es bastante estrecho, entro en la calzada llegando al carril de la
derecha.
Todo va viento en
popa, con mis puños y mandíbula relajados y mi cabello ondeando sobre
los soplos de Eolo, hasta que oigo un fuerte ruido que hace que abra la
boca y los ojos sobresaltada. De repente veo un montón de coches que
echan humo y gente corriendo para ayudar a los que están dentro de los
diferentes vehículos.
Gracias a que el
conductor ha decidido salvarme la vida esquivándome girando el volante
para pasarse al carril de su izquierda, ha impactado contra otro coche y
han ido chocándose todos. Nadie repara en mi presencia ni siquiera para
darme un fuerte golpe en la cabeza (ya que no me han atropellado, ¡que
hagan algo de utilidad conmigo!).
Me paro a analizar un poco más la situación y caigo en la cuenta de que
no, que no ha dado volantazo alguno, que simplemente ha frenado. El que
se ha pasado al carril de su izquierda ha sido el de atrás para no
comerse el coche gris pirineos. Pero el resultado ha sido exactamente el
mismo: sigo viva.
O al menos es así como creo que habría sido más probable que ocurriera
todo de no ser porque algún gilipollas ha reparado en mi presencia y se
ha dado cuenta de mis intenciones.
Como ya he
repetido antes, admiro la velocidad a la que van los vehículos que se
aproximan por mi izquierda para traspasar el paso de peatones, contemplo
mi semáforo en rojo, respiro hondo, cierro los ojos y piso con mi pie
derecho la plataforma. Doy otro paso con el izquierdo y, como el arcén
es bastante estrecho, entro en la calzada llegando al carril de la
derecha.
De repente y sin
previo aviso noto una fuerza que me agarra del antebrazo izquierdo y me
echa hacia atrás acompañada de un grito ahogado (ahogado en mi cabeza,
claro, que solo pensaba en lo que podía pasar). No sé qué ocurre
exactamente, pero contemplo cómo el coche gris pirineos pasa por delante
de mí sin rozarme siquiera. El conductor me mira y pita. Dice algo,
probablemente algún insulto o alguna interjección. Yo también me cago en
sus muertos. En sus muertos y en los del subnormal que me ha salvado la
vida.
O al menos es así como creo que habría ocurrido todo de no ser porque,
al final, de tanto pensármelo, justo después de admirar la velocidad a
la que iban los vehículos que se aproximaban por mi izquierda para
traspasar el paso de peatones, contemplar mi semáforo en rojo, respirar
hondo, cerrar los ojos y pisar con mi pie derecho la plataforma, el
semáforo de peatones ha vuelto a ponerse en verde y mis prisas por morir
no han tenido más remedio que disiparse. Otro día.
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