Lo nuestro duró algo más de cinco meses, pero fueron esos cinco primeros meses los que me hicieron creer en el amor.
Él era como la primavera en un día de invierno; todo alegría y felicidad incluso en los días de gélido viento y lluvia torrencial. Era como un amanecer en la playa en el que la brisa marina y el olor a sal te relajan ampliamente mientras que el calor del sol y la arena se encargan de mantenerte despierto. Como una noche despejada en la que se pueden apreciar todas las estrellas del firmamento. Como un cachorrito canino recién nacido que sólo te da ganas de cuidarlo y comértelo a besos. Él era todos los tópicos relacionados con el amor habidos y por haber y la verdad es que no me importaba. Sólo había una pega: que éramos amantes.
Veréis:
Nosotros nos sentábamos a mirarnos sin decir palabra y sólo abríamos la boca para robarnos la saliva y robarle el dióxido de carbono a la capa de ozono. No sólo nos mirábamos a los ojos (de los colores del otoño, la vivacidad del verano y la tristeza de la primavera –el invierno no nos gustaba–); sino que también nos observábamos las grietas y las hinchazones de los labios, los temblores y sudores de las manos, la piel de gallina, los rápidos movimientos del pecho yendo arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo.
Nosotros nos sentábamos a mirarnos sin hacer ruido y sólo hacíamos movimientos bruscos cuando nos respirábamos; pero no sólo cuando nos convertíamos en el oxígeno del otro, sino también cuando nos abrazábamos. Y daba la casualidad de que sólo nos inspirábamos y espirábamos cuando estábamos solos.
No, no engañábamos a nadie y tampoco pretendíamos hacerlo; pero tampoco parecía que tuviéramos intención de hacer correr la voz. Lo nuestro era como un tesoro enterrado en una isla desierta; algo precioso y muy valioso, pero desconocido por el resto del mundo salvo por los piratas. Y al parecer yo era la única que se moría de ganas por estrenar la pala.
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