Son
las cuatro y media de la tarde y ya está en la puerta, como
últimamente hace siempre, esperando para verlo, pero él no está. Se
queda diez minutos de pie, no sabe si entrar o subir a casa. Opta por lo
segundo, no quiere quedarse de plantón toda la tarde. Igual hoy no
trabaja, y por eso no está en el local. Igual se ha pedido el día libre
para estar con sus amigos. Al fin y al cabo... no deja de ser un chaval.
Decide subir por las escaleras, nunca lo hace, pero no quiere ver la triste
cara que lleva encima. Quiere subir lentamente, con el mismo ritmo que
sus lágrimas. Llega al tercer piso. Duda entre entrar ya a casa y
abrir el ascensor, que casualmente está ahí, para mirarse al espejo
antes de que nadie vea su cara. Decide entrar sin más.
No hay nadie en casa. Mejor, así podrá seguir llorando. Saluda a su gato, saluda a su gata, saluda al hámster de su hermana y se tumba en el sofá del comedor. Quiere llorar, pero las lágrimas no quieren salir.
Mientras, él llega al local. Son las cinco menos diez, se ha retrasado veinte minutos. Pone la excusa de que había tráfico, pero en realidad se estaba peinando. Su
colonia huele a metros de distancia, se ha arreglado demasiado y no
sabe para qué. Ella no está, no tiene a nadie a quién impresionar.
Oye
el timbre y se sobresalta, no esperaba que llamara nadie. Es su madre,
llama para saber si estaba en casa y para decirle que sus hermanos
quieren ir a la churrería; de paso le pregunta si quiere ir ella también
y le pide que le baje dinero. Dice que no, que no le apetece bajar,
ahora no tiene hambre de churros... Le manda el dinero por el ascensor y vuelve al sofá.
Sigue
pensando en ella; se pregunta si entrará, si hoy la verá. Se pregunta
si ella querrá conocerlo, si querrá quedar algún día con él para ir al
cine.
De repente entran tres niños pequeños, ya habían ido alguna
vez. Entran gritando y corriendo, parecen felices. Sus padres van
detrás. Se sientan en una mesa y piden churros con chocolate. Él
los atiende preguntándose de qué le suenan esos críos... Una niña y dos
niños... Ahora mismo no cae, sólo sabe que a veces meriendan allí.
Son las cinco y media y no sabe qué hacer. Se aburre. Al final decide bajar a la churrería. Baja
un poco despeinada y sin maquillar, no le apetece arreglarse, y eso es
muy raro en ella. Normalmente se pinta, como mínimo, la raya de los
ojos, pero hoy se encuentra mal, sola... No le apetece arreglarse.
Sirve la merienda a aquella familia. Los niños no saben comer... lo están poniendo todo perdido: la mesa, sus caras, su ropa... A él le hace gracia. Entonces
se abre la puerta y entra una joven. Él la ve. Es tan bella... Le
entran ganas de acercarse a ella y besarla, pero no lo hace, no sabe si
debería... Igual ella lo rechaza, es demasiado preciosa para estar con
él.
Acaba de entrar. Ahora se arrepiente de ir tan desarreglada. Se imagina con cara de zombi, terribles ojeras, pelos de loca... Y la ropa... Ni siquiera se ha alisado la camiseta. Y él está ahí, mirándola. Debe de pensar que es fea y que va horriblemente vestida... Sigue adelante y se sienta con su familia.
Acaba de entrar. Ahora se arrepiente de ir tan desarreglada. Se imagina con cara de zombi, terribles ojeras, pelos de loca... Y la ropa... Ni siquiera se ha alisado la camiseta. Y él está ahí, mirándola. Debe de pensar que es fea y que va horriblemente vestida... Sigue adelante y se sienta con su familia.
Él se le
acerca, la saluda con una sonrisa que ella devuelve y le toma nota. Al
rato vuelve con una taza de chocolate y dos churros.
No paran de
mirarse, de sonreirse... Están algo ruborizados. Ella siente vergüenza
por si se mancha al comer y hace el ridículo; él se avergüenza de no
tener valor para decirle lo que siente...
Es tarde, todos se van. Ellos se sonríen al cruzarse y se despiden. Mañana será otro día. Ella volverá a estar en la puerta para esperarlo sin desistir; él será puntual.
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