Al despertar tenía unas ojeras tan impresionantes que no se atrevía siquiera a mirarse al espejo. No había dormido casi nada; había estado toda la noche pensando en el día anterior, en lo que hizo, en lo que debió haber hecho; y había pensado en el día de hoy, en lo que haría si se le presentaba la oportunidad.
Era temprano. Su hermano aún seguía roncando, así que fue a desayunar solo.
Pasadas las horas se arregló y se fue a trabajar. Debía ser puntual, no llegaría tarde por nada del mundo.
Era tarde. Sus hermanos ya estaban danzando por el pasillo, así que desayunó en compañía.
Pasadas las horas se arregló y bajó a la churrería para esperarlo. Esta vez se quedaría abajo más tiempo, no perdería la paciencia por nada del mundo.
Llegó y allí estaba ella, esperando en la puerta, esperando su llegada.
Iba realmente radiante... Bien peinada, con el maquillaje justo, unos vaqueros y una camiseta preciosa de un naranja bastante llamativo. Tenía una expresión jubilosa a la par que nerviosa; lo miraba fijamente, lo veía acercarse: pronto estaría en la puerta. Qué vergüenza...
¡se estaba ruborizando! No sabía si seguir adelante o qué. ¡Ella no paraba de mirarlo! Y ni siquiera se veía tan bien vestido como la muchacha... Mas se iba acercando poco a poco, tenía que hacerlo si quería ir a trabajar.
Y ella atisbaba inquietud en su rostro; daba la sensación de que dudaba, y, si lo hacía, ella también dudaría. Quién podía saberlo, igual no quería...
pasar por su lado. Tenía que pasar por su lado. Empezó a apresurarse. Quería pasar por su lado, estar cerca de ella. Muy, muy cerca...
El corazón le latía con fuerza. Se le acercaba cada vez más y más. Ya estaba casi en la puerta, junto a ella, a punto de rozarla.
La saludó con una cálida y acogedora sonrisa.
Devolvió alegremente la sonrisa.
Se presentó.
Dijo su nombre.
Comenzaron a hablar, a hacerse amigos. Estaban cómodos, a gusto. Nada que ver con ayer. Él había llegado puntual; ella aún estaba allí.
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