domingo, 1 de julio de 2012

Posteridad

Habitaba una pequeña casa construida en fango y piedra por las manos de sus más vetustos ancestros, pero cubierta con un techo de tejas rojas colocado ahí generaciones posteriores a la de los artistas del hogar, ya que la madera que había en un principio había ido poco a poco deteriorándose. El tono grisáceo de las rocas daba a su humilde morada ese lóbrego toque que tanto asustaba a los más pequeños, consiguiendo a su vez que ni siquiera los adultos se aproximaran a echar un vistazo.

Con el tiempo había ido habituándose a la soledad. Su única compañía era el sonido de los cuervos nocturnos y los lamentos de los lobos en las noches de luna llena, así como el canto del gélido viento y los constantes lloros de las nubes.

Sus grisáceos cabellos se recogían en un sencillo y mal peinado rodete. El azul de sus ojos competía con la claridad del cielo en los escasos días en los que brillaba el sol. Su monótona y mecánica sonrisa había alcanzado tal hábito que ya no expresaba nada, ni siquiera la mismísima indiferencia.

Se pasaba el día ordenando una casa que no recibía visita alguna desde siglos atrás. Impolutas se hallaban todas las habitaciones, envueltas por cítricas fragancias que regalaban al ambiente una sugerente frescura que nadie, aparte de ella, iba a inhalar. Ni una mota de polvo, ni una arruga en las superficies enteladas, osaba aparecer ante sus ojos. Ni tan solo los espejos en los que apoyaba sus manos para contemplar el paso del tiempo contenían una mínima marca de grasa.

Observaba de cerca sus manos, aquellas llenas de frágiles arrugas, uñas largas y un total de dos desfasados anillos, uno en cada dedo corazón. Los años no habían pasado en balde, pues en su cuerpo se apreciaba con claridad ese transcurso del tiempo. Examinaba minuciosamente cada detalle de su rostro y no lograba entender por qué, comenzando su estirpe con unos ojos verde oscuro, tenía aquel tono en sus pupilas. Y si se paraba a cavilar más acera del tema, tampoco sabía qué hacía allí.

Desde centurias atrás, su hogar no recibía visitas. Y con esto se daba a entender, claro está, que sus dueñas tampoco las recibían. Desde que extinguió la llama para encenderse otra más alejada y sin relación alguna con su genealogía, no había reinado más que soledad en aquel hogar. Desde que apagó aquel cálido fuego, no había querido saber nada más acerca de aquel ardor que la había culminado en diversas ocasiones y la había dejado más que transpuesta. Desde aquel entonces, no había habido más que gélidas lluvias y desgarradores clamores en la oscuridad.

Tal vez al final de cada relato, de cada biografía, hubiera alguien dispuesto a traspasar el umbral y aquel cuento tuviera un verdadero final feliz en el que gobernara el resplandor y la claridad. Y quizá hubiera una energía sideral que se encargase de hacer que en aquella narración no abdicara jamás el aislamiento y la añoranza del más remoto pasado.

Ella, la última sucesora por el momento, se miraba al espejo y no lograba siquiera acercarse mínimamente a la respuesta; y sin embargo sabía a ciencia cierta que tendría descendientes.

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